La inesperada (y romántica) resurrección de la cinta cassette
Rebobinar. Rebobinar es la frontera. El límite que separa a dos generaciones. Una cinta virgen. Cara A. Cara B. Bienvenidos al mundo de la cinta cassette. Si alguna vez ha rebobinado una cinta, a mano o a máquina, con el botón RW o con un bolígrafo, entonces leerá con otro ánimo esta noticia: las cassettes, como los discos de vinilo, se están poniendo de moda. Si no, seguirá pensando que eso del “walkman” es una antigualla del pasado.
La cassette era mucho más que un utensilio (“gadget”, diríamos ahora). Era pequeño, muy pequeño. Se introdujo en los bolsillos. Borró de un plumazo el run-run de la aguja del vinilo. Y obró el milagro de que se pudiera elegir la música del coche. Sin anuncios, sin locutores, sin interferencias. Tres motivos para jurarle agradecimiento eterno.
Como tantos inventos, desapareció del mapa arrollado por el CD, el DVD, el pen-drive, los teléfonos inteligentes, el IPod, el IPhone, el ITunes y cuantos ingenios queden aún por venir. Pero desde hace un tiempo los cazadores de tendencias han visto en él una oportunidad de negocio, y su inconfundible silueta se asoma ya a las camisetas, los complementos o incluso las fundas para móviles
Recaudar fondos para impedir la desaparición de la cassette
La última iniciativa, y sin duda la más original, ha sido la de recaudar fondos para solicitar que la cassette se vuelva a introducir en el mercado, como si de una especie en peligro de extinción (que lo es) se tratara.
Dos nostálgicos de las cintas de toda la vida, Zack Taylor y Seth Smoot, han producido una película, Cassete: el documental, que indaga en las raíces que han hecho que muchos amantes de la música se hayan acercado a este soporte o, simplemente, se nieguen a decirle adiós.
Su campaña de recogida de fondos ha sido todo un éxito, y desde hace unos días reciben al visitante en su blog con un gigantesco agradecimiento en el que anuncian que, en contra de lo que muchos esperaban, han conseguido recaudar la cantidad inicial prevista de 25.000 dólares para iniciar una campaña que permita la fabricación y distribución, otra vez, de las cintas. “Lo hicimos. Muchas gracias a todos. Seguiremos a toda máquina en los próximos meses y semanas”, proclaman.
De las cintas originales a las cintas vírgenes
Sin duda alguna, las cassettes han marcado a varias generaciones. Las había de tres tipos, como ocurre ahora con esa versión perfeccionada que es el CD, a punto de ser jubilada, a su vez, por el USB.
En lo alto del trono, las cintas originales, que se vendían a un precio asequible y que rivalizaban en las estanterías con la dictadura de los discos de vinilo. Junto a ellas, por supuesto, las cintas vírgenes, ese eterno dilema cotidiano. ¿Sony, Basf o TDK? ¿De 60, de 90 o de 120 minutos? Nunca llovía a gusto de todos. Lo que a una le faltaba a la otra le sobraba, y cuadrar la grabación con el espacio disponible era, casi siempre, una misión imposible.
Al menos quedaba un consuelo: las cintas de cassette nos incitaron a sumar y restar –minutos por un lado, segundos por otro- para saber en qué canción había que dejar la Cara A y pasar a la B, siempre y cuando se quisiese evitar la desagradable sensación de dejar al cantante con la palabra en la boca. Bien mirado, hicieron por las matemáticas más que muchos profesores.
Y había un tercer tipo de cintas, las piratas, con sus carátulas en blanco y negro y sus marcas desconocidas, ocultas en el doble fondo en los puestos ilegales en el metro, manteros de primera generación y esclavos del Megaupload de la época. Comprarlas era el camino más corto para “descargarse” los últimos éxitos.
Pero nada marcó tanto a las cintas de cassette como el rebobinado, ese engorroso trámite que cortaba el rollo, fundía las pilas del walkman y obligaba a fórmulas imaginativas, como el rebobinado manual con el bolígrafo (P.D.: los más eficaces, de toda la vida, eran los BIC, quizás un utensilio creado para pasar rápido las cintas al que luego se le incorporó una punta para pintar).
Ahora, décadas después de que se comercializara la última de estas cintas, parece casi un sueño pensar que, desterradas también de los coches, volverán a nuestras casas. Es probable que no arrasen en ventas, pero quién sabe si, dentro de poco, pasearse con un walkman por el Metro o pinchar el botón del play en el “loro” de doble pletina, en el salón de casa, sea un signo de modernidad.
La cassette era mucho más que un utensilio (“gadget”, diríamos ahora). Era pequeño, muy pequeño. Se introdujo en los bolsillos. Borró de un plumazo el run-run de la aguja del vinilo. Y obró el milagro de que se pudiera elegir la música del coche. Sin anuncios, sin locutores, sin interferencias. Tres motivos para jurarle agradecimiento eterno.
Como tantos inventos, desapareció del mapa arrollado por el CD, el DVD, el pen-drive, los teléfonos inteligentes, el IPod, el IPhone, el ITunes y cuantos ingenios queden aún por venir. Pero desde hace un tiempo los cazadores de tendencias han visto en él una oportunidad de negocio, y su inconfundible silueta se asoma ya a las camisetas, los complementos o incluso las fundas para móviles
Recaudar fondos para impedir la desaparición de la cassette
La última iniciativa, y sin duda la más original, ha sido la de recaudar fondos para solicitar que la cassette se vuelva a introducir en el mercado, como si de una especie en peligro de extinción (que lo es) se tratara.
Dos nostálgicos de las cintas de toda la vida, Zack Taylor y Seth Smoot, han producido una película, Cassete: el documental, que indaga en las raíces que han hecho que muchos amantes de la música se hayan acercado a este soporte o, simplemente, se nieguen a decirle adiós.
Su campaña de recogida de fondos ha sido todo un éxito, y desde hace unos días reciben al visitante en su blog con un gigantesco agradecimiento en el que anuncian que, en contra de lo que muchos esperaban, han conseguido recaudar la cantidad inicial prevista de 25.000 dólares para iniciar una campaña que permita la fabricación y distribución, otra vez, de las cintas. “Lo hicimos. Muchas gracias a todos. Seguiremos a toda máquina en los próximos meses y semanas”, proclaman.
De las cintas originales a las cintas vírgenes
Sin duda alguna, las cassettes han marcado a varias generaciones. Las había de tres tipos, como ocurre ahora con esa versión perfeccionada que es el CD, a punto de ser jubilada, a su vez, por el USB.
En lo alto del trono, las cintas originales, que se vendían a un precio asequible y que rivalizaban en las estanterías con la dictadura de los discos de vinilo. Junto a ellas, por supuesto, las cintas vírgenes, ese eterno dilema cotidiano. ¿Sony, Basf o TDK? ¿De 60, de 90 o de 120 minutos? Nunca llovía a gusto de todos. Lo que a una le faltaba a la otra le sobraba, y cuadrar la grabación con el espacio disponible era, casi siempre, una misión imposible.
Al menos quedaba un consuelo: las cintas de cassette nos incitaron a sumar y restar –minutos por un lado, segundos por otro- para saber en qué canción había que dejar la Cara A y pasar a la B, siempre y cuando se quisiese evitar la desagradable sensación de dejar al cantante con la palabra en la boca. Bien mirado, hicieron por las matemáticas más que muchos profesores.
Y había un tercer tipo de cintas, las piratas, con sus carátulas en blanco y negro y sus marcas desconocidas, ocultas en el doble fondo en los puestos ilegales en el metro, manteros de primera generación y esclavos del Megaupload de la época. Comprarlas era el camino más corto para “descargarse” los últimos éxitos.
Pero nada marcó tanto a las cintas de cassette como el rebobinado, ese engorroso trámite que cortaba el rollo, fundía las pilas del walkman y obligaba a fórmulas imaginativas, como el rebobinado manual con el bolígrafo (P.D.: los más eficaces, de toda la vida, eran los BIC, quizás un utensilio creado para pasar rápido las cintas al que luego se le incorporó una punta para pintar).
Ahora, décadas después de que se comercializara la última de estas cintas, parece casi un sueño pensar que, desterradas también de los coches, volverán a nuestras casas. Es probable que no arrasen en ventas, pero quién sabe si, dentro de poco, pasearse con un walkman por el Metro o pinchar el botón del play en el “loro” de doble pletina, en el salón de casa, sea un signo de modernidad.
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