Escandalizar a los creyentes, el mejor camino para el éxito
Cuando llevábamos un tiempo sin ellas, hoy parece que las controversias artísticas se acumulan en España. Tras las ampollas que levantase la exposición Obscenity en la Fresh Gallery de Madrid, la Fundación Francisco Franco anuncia que denunciará al autor de la escultura Always Franco que se exhibió en la reciente edición de la feria de arte ARCO Madrid. Ambas polémicas serían simplemente las enésimas en una sucesión eterna de situaciones similares si no fuera por el extremo de sus posiciones: las obras de Eugenio Merino y Bruce LaBruce, por un lado, constituyen un decidido ejercicio de provocación mientras que las reacciones que han cosechado, por el otro, sorprenden por su contundencia. Ninguno de los actores involucrados en este embrollo parece dispuesto a ceder posiciones en una guerra, la del arte y la ideología, en la que parecen a punto de llegar a las manos.
Con la iglesia hemos topado
Que los creadores contemporáneos explotan las lindes que el arte comparte con la religión no es nada nuevo, pero en la última década la provocación religiosa parece haberse consagrado casi como un valor artístico en sí mismo.
Algo de lo que podría hablar Paolo Schmidlin, que en 2007 firmaba Miss Kitty, una escultura que representa al papa Benedicto XVI travestido y en actitud provocativa. Se exhibió en Milán con motivo de una muestra que relacionaba arte y homosexualidad y tuvo que ser retirada por la presión de varios colectivos católicos, entre ellos el poderoso lobby estadounidense Catholic League for Religious and Civil Rights.
Y es que desde Francis Bacon, los papas son con frecuencia el objeto de expresión con que muchos artistas cargan contra la iglesia. El reconocido hiperrealista Maurizio Cattelan presentó en 1999 La nona ora –La novena hora–, una escultura en la que el vicario de Cristo –en este caso, Juan Pablo II– había sido alcanzado por un meteorito. Cattelan, un personaje con más sentido del humor que el que suelen demostrar los solemnes militantes del artisteo concienciado, aseguró por aquel entonces que “en el fondo se trata sólo de un pedazo de cera”. Un pedazo de cera, eso sí, que se acabaría subastando en Christie’s por 620.000 libras –aproximadamente unos 743.500 euros–.
Sin embargo, y papas aparte, son los símbolos universales del cristianismo los que suelen despertar las sensibilidades colectivas que, sin pretenderlo, hacen tanto –cuando no todo– por la vida comercial de una obra.Sirva de ejemplo Zürst die Füsse –Los pies primero–, la escultura de una rana crucificada creada en los noventa por el alemán Martin Kippenberger que no alcanzaría los laureles de la polémica –y su consecuente revalorización– hasta 2008, año en que el Vaticano pretendió que se retirase de una exposición del Museion de Bolzano, en Italia. O Piss Christ, del americano –y creyente, según dice él– Andrés Serrano, consistente en una imagen de Cristo crucificado sumergida en una urna de orina. Las galerías que se han atrevido a acogerla con frecuencia han sido objeto de actos vandálicos y la obra ya ha sido destrozada en varias ocasiones. Tales y tan profundas son las inquietudes religiosas de su autor –Serrano es el artista sobre el que pesan más amenazas de muerte, según dice una leyenda urbana que sus marchantes no tienen problema en repetir– que vuelve una y otra vez sobre el tema sacro, por lo general para someter a sus figuras a toda suerte de transgresiones.
El arte contra el arte
Los creadores que buscan el shock, no obstante, no deparan sus pirotecnias sólo para la religión. Que parte del arte moderno navega a la deriva sin más timón que la provocación porque sí es algo que han denunciado muchos artistas, que han convertido el propio arte en objeto de su denuncia. Sus métodos expresivos, una vez más, no son los más ortodoxos del mundo.
El que rompió los moldes fue Piero Manzoni, artista del concepto, que en 1961 enlató sus propios excrementos en noventa unidades de lo que etiquetó en cuatro idiomas como Mierda de artista. Su tesis es que el arte se había convertido precisamente en eso y su argumento, que sería capaz de vender sus propias heces a precio de oro si conseguía hacerlas pasar por artísticas. Y lo consiguió. Las latas, de 30 gramos cada una, se vendieron en su momento por un precio superior al de su equivalente en el metal dorado y hoy se revalorizan con cada día que pasa, en parte porque muchas han acabado explotando debido a la expansión de los gases y en parte porque no hay gran centro del mercado del arte –la Tate Gallery, el Centro Pompidou o el MoMA, por ejemplo– que no tenga una. La última se subastó en 2004 por 124.000 euros.
Y es que, irónicamente, son los artistas los primeros en denunciar que el arte puede ser una estafa, aunque no acaba de estar muy claro si su mensaje ataja o de hecho, contribuye al problema.
El español Santiago Sierra, por ejemplo, expuso en La Biennale veneciana de 2003 una performance que ocupaba todo el pabellón nacional. Esencialmente consistió en tapiar la puerta del recinto con plástico negro y cinta de embalaje, con la que también cubrió la palabra “España”, permitiendo la entrada sólo a los visitantes que se acreditasen legalmente como ciudadanos españoles. Cuando lo hacían, descubrían un espacio vacío y destartalado donde sólo quedaban los restos de la exposición anterior. La idea de Sierra, tan elocuente como poco sutil, era denunciar la vacuidad y el abandono del panorama artístico nacional.
La retórica del arte contemporáneo parece consistir en esto: en exhibir aquello que se denuncia. El celebrado artista americano Jeff Koons –autor del célebre Puppy del Museo Guggenheim de Bilbao– exhibió en su serie Made in Heaven varias pinturas, fotografías y esculturas en las que aparecían él y su mujer de entonces –la estrella de porno Ilona Staller, más conocida como Cicciolina– manteniendo relaciones. Otra artista, Andrea Fraser, se acostó en 2003 con un coleccionista de arte “no por sexo, sino para hacer una obra de arte” –a efecto de lo cual le pagó 20.000 dólares a la artista–, lo grabó en vídeo y produjo seis copias en DVD del espectáculo vídeoartistico que hoy, por cierto, se pagan a precios desorbitados. Ambos creadores hablaron de la belleza consustancial al hecho sexual y aprovecharon para criticar, curiosamente, la sexualización gratuita del arte.
El artista incomprendido
Pero aunque lo parezca, no es polémica todo lo que reluce. Algunos artistas de carrera más o menos conciliada con las sensibilidades religiosas, ideológicas y estéticas del gran público han tenido que enfrentarse a polémicas cimentadas, en ocasiones, en el desconocimiento de su obra, y por descontado de sus intenciones.
Algo así le ocurrió a Ron Mueck cuando dio el salto de la industria mediática –donde fabricaba maniquíes, robots y dummies para cine y publicidad– al mundo del arte, en el que se ha hecho conocido por sus réplicas hiperrealistas de seres humanos a diferente escala de la natural. Cuando empezó en 1997 –y especialmente a raíz de la escultura de un hombre yacente– se le acusó de reproducir cadáveres y varias galerías le negaron la exhibición. Hoy es uno de los artistas más reconocidos de la plástica hiperrealista y pocos están dispuestos a afirmar que sus obras resulten atentatorias contra acepción alguna, por estricta que sea, del buen gusto.
Similar le ocurrió hace unos meses a Maurizio Cattelan –el creador de la escultura del papa alcanzado por un meteorito–, cuando una instalación suya de título L.O.V.E. estuvo a punto de ser retirada de su ubicación frente a la Bolsa de Milán. Muchos –engañados por la perspectiva frontal de la obra, y seguramente por no haberla visto en persona, sino en foto– entendieron que se trataba de una mano haciéndole una peineta al propio edificio de la Bolsa, cuando en realidad se trataba de una mano ejecutando el saludo fascista a la que le faltaban todos los dedos menos el anular –un fetiche, por cierto, recurrente en la obra del italiano, como todo lo relacionado con el nazismo–. La obra fue finalmente indultada pero no con convencimiento, sino para que Milán “demostrase una vez más estar a la vanguardia del arte contemporáneo”, según su exalcaldesa, Letizia Moratti.
Otro que probó las mieles de la provocación fue Banksy. El misterioso artista de Bristol, conocido por sus intervenciones en materia de arte callejero, creó en 2011 Cardinal Sin –un juego de palabras con cardenal y pecado que significa literalmente Pecado Capital–, el busto de un religioso con la cara pixelada que emulaba la de un detenido cuando aparece en los medios de comunicacion y pretendía denunciar los abusos a menores en el seno de la iglesia. Como suele, Banksy ni cobró por su obra ni por supuesto desveló su identidad. La obra fue cedida a la Walker Art Gallery de Liverpool con la única indicación de que fuera expuesta junto a los maestros de la pintura del siglo XVII. Hoy puede visitarse allí, donde figura junto a cuadros de Murillo o Rubens.
Que los creadores contemporáneos explotan las lindes que el arte comparte con la religión no es nada nuevo, pero en la última década la provocación religiosa parece haberse consagrado casi como un valor artístico en sí mismo.
Algo de lo que podría hablar Paolo Schmidlin, que en 2007 firmaba Miss Kitty, una escultura que representa al papa Benedicto XVI travestido y en actitud provocativa. Se exhibió en Milán con motivo de una muestra que relacionaba arte y homosexualidad y tuvo que ser retirada por la presión de varios colectivos católicos, entre ellos el poderoso lobby estadounidense Catholic League for Religious and Civil Rights.
Detalle de 'Miss Kitty', de Paolo Schmidlin.
Y es que desde Francis Bacon, los papas son con frecuencia el objeto de expresión con que muchos artistas cargan contra la iglesia. El reconocido hiperrealista Maurizio Cattelan presentó en 1999 La nona ora –La novena hora–, una escultura en la que el vicario de Cristo –en este caso, Juan Pablo II– había sido alcanzado por un meteorito. Cattelan, un personaje con más sentido del humor que el que suelen demostrar los solemnes militantes del artisteo concienciado, aseguró por aquel entonces que “en el fondo se trata sólo de un pedazo de cera”. Un pedazo de cera, eso sí, que se acabaría subastando en Christie’s por 620.000 libras –aproximadamente unos 743.500 euros–.
'La hora nona', de Maurizio Cattelan. (Efe)
Sin embargo, y papas aparte, son los símbolos universales del cristianismo los que suelen despertar las sensibilidades colectivas que, sin pretenderlo, hacen tanto –cuando no todo– por la vida comercial de una obra.Sirva de ejemplo Zürst die Füsse –Los pies primero–, la escultura de una rana crucificada creada en los noventa por el alemán Martin Kippenberger que no alcanzaría los laureles de la polémica –y su consecuente revalorización– hasta 2008, año en que el Vaticano pretendió que se retirase de una exposición del Museion de Bolzano, en Italia. O Piss Christ, del americano –y creyente, según dice él– Andrés Serrano, consistente en una imagen de Cristo crucificado sumergida en una urna de orina. Las galerías que se han atrevido a acogerla con frecuencia han sido objeto de actos vandálicos y la obra ya ha sido destrozada en varias ocasiones. Tales y tan profundas son las inquietudes religiosas de su autor –Serrano es el artista sobre el que pesan más amenazas de muerte, según dice una leyenda urbana que sus marchantes no tienen problema en repetir– que vuelve una y otra vez sobre el tema sacro, por lo general para someter a sus figuras a toda suerte de transgresiones.
El arte contra el arte
Los creadores que buscan el shock, no obstante, no deparan sus pirotecnias sólo para la religión. Que parte del arte moderno navega a la deriva sin más timón que la provocación porque sí es algo que han denunciado muchos artistas, que han convertido el propio arte en objeto de su denuncia. Sus métodos expresivos, una vez más, no son los más ortodoxos del mundo.
El que rompió los moldes fue Piero Manzoni, artista del concepto, que en 1961 enlató sus propios excrementos en noventa unidades de lo que etiquetó en cuatro idiomas como Mierda de artista. Su tesis es que el arte se había convertido precisamente en eso y su argumento, que sería capaz de vender sus propias heces a precio de oro si conseguía hacerlas pasar por artísticas. Y lo consiguió. Las latas, de 30 gramos cada una, se vendieron en su momento por un precio superior al de su equivalente en el metal dorado y hoy se revalorizan con cada día que pasa, en parte porque muchas han acabado explotando debido a la expansión de los gases y en parte porque no hay gran centro del mercado del arte –la Tate Gallery, el Centro Pompidou o el MoMA, por ejemplo– que no tenga una. La última se subastó en 2004 por 124.000 euros.
Y es que, irónicamente, son los artistas los primeros en denunciar que el arte puede ser una estafa, aunque no acaba de estar muy claro si su mensaje ataja o de hecho, contribuye al problema.
El español Santiago Sierra, por ejemplo, expuso en La Biennale veneciana de 2003 una performance que ocupaba todo el pabellón nacional. Esencialmente consistió en tapiar la puerta del recinto con plástico negro y cinta de embalaje, con la que también cubrió la palabra “España”, permitiendo la entrada sólo a los visitantes que se acreditasen legalmente como ciudadanos españoles. Cuando lo hacían, descubrían un espacio vacío y destartalado donde sólo quedaban los restos de la exposición anterior. La idea de Sierra, tan elocuente como poco sutil, era denunciar la vacuidad y el abandono del panorama artístico nacional.
La retórica del arte contemporáneo parece consistir en esto: en exhibir aquello que se denuncia. El celebrado artista americano Jeff Koons –autor del célebre Puppy del Museo Guggenheim de Bilbao– exhibió en su serie Made in Heaven varias pinturas, fotografías y esculturas en las que aparecían él y su mujer de entonces –la estrella de porno Ilona Staller, más conocida como Cicciolina– manteniendo relaciones. Otra artista, Andrea Fraser, se acostó en 2003 con un coleccionista de arte “no por sexo, sino para hacer una obra de arte” –a efecto de lo cual le pagó 20.000 dólares a la artista–, lo grabó en vídeo y produjo seis copias en DVD del espectáculo vídeoartistico que hoy, por cierto, se pagan a precios desorbitados. Ambos creadores hablaron de la belleza consustancial al hecho sexual y aprovecharon para criticar, curiosamente, la sexualización gratuita del arte.
El artista incomprendido
Pero aunque lo parezca, no es polémica todo lo que reluce. Algunos artistas de carrera más o menos conciliada con las sensibilidades religiosas, ideológicas y estéticas del gran público han tenido que enfrentarse a polémicas cimentadas, en ocasiones, en el desconocimiento de su obra, y por descontado de sus intenciones.
Algo así le ocurrió a Ron Mueck cuando dio el salto de la industria mediática –donde fabricaba maniquíes, robots y dummies para cine y publicidad– al mundo del arte, en el que se ha hecho conocido por sus réplicas hiperrealistas de seres humanos a diferente escala de la natural. Cuando empezó en 1997 –y especialmente a raíz de la escultura de un hombre yacente– se le acusó de reproducir cadáveres y varias galerías le negaron la exhibición. Hoy es uno de los artistas más reconocidos de la plástica hiperrealista y pocos están dispuestos a afirmar que sus obras resulten atentatorias contra acepción alguna, por estricta que sea, del buen gusto.
Similar le ocurrió hace unos meses a Maurizio Cattelan –el creador de la escultura del papa alcanzado por un meteorito–, cuando una instalación suya de título L.O.V.E. estuvo a punto de ser retirada de su ubicación frente a la Bolsa de Milán. Muchos –engañados por la perspectiva frontal de la obra, y seguramente por no haberla visto en persona, sino en foto– entendieron que se trataba de una mano haciéndole una peineta al propio edificio de la Bolsa, cuando en realidad se trataba de una mano ejecutando el saludo fascista a la que le faltaban todos los dedos menos el anular –un fetiche, por cierto, recurrente en la obra del italiano, como todo lo relacionado con el nazismo–. La obra fue finalmente indultada pero no con convencimiento, sino para que Milán “demostrase una vez más estar a la vanguardia del arte contemporáneo”, según su exalcaldesa, Letizia Moratti.
Otro que probó las mieles de la provocación fue Banksy. El misterioso artista de Bristol, conocido por sus intervenciones en materia de arte callejero, creó en 2011 Cardinal Sin –un juego de palabras con cardenal y pecado que significa literalmente Pecado Capital–, el busto de un religioso con la cara pixelada que emulaba la de un detenido cuando aparece en los medios de comunicacion y pretendía denunciar los abusos a menores en el seno de la iglesia. Como suele, Banksy ni cobró por su obra ni por supuesto desveló su identidad. La obra fue cedida a la Walker Art Gallery de Liverpool con la única indicación de que fuera expuesta junto a los maestros de la pintura del siglo XVII. Hoy puede visitarse allí, donde figura junto a cuadros de Murillo o Rubens.
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