The artist, la película francesa, muda y en blanco y negro que ha robado el corazón de los Oscar gracias a su homenaje a un Hollywood en el que todo estaba por descubrir, tenía que cumplir un hito histórico y finalmente así ocurrió. Todo tan previsible, tan mil veces anunciado, que la 84ª ceremonia de los premios Oscar se resintió de un guion que nadie había escrito pero que se interpretó al pie de la letra. Al final, hubo más expectación por el regreso de Billy Crystal como maestro de ceremonias que por unos premios que a nadie pillaron por sorpresa. La gala acabó con el equipo entero de The artist sobre el escenario y con Michel Hazanavicius, su director, soltando un triple agradecimiento que recordó al de Fernando Trueba hace 18 años, cuando logró su Oscar a la mejor película en habla no inglesa por Belle epoque. “Gracias a Billy Wilder, a Billy Wilder y a Billy Wilder”, dijo el francés. “Wilder”, explico luego, “es para mí el realizador perfecto, el alma de Hollywood. Su nombre es corto, pero lo expresa todo para mí”.
Los Oscar arrancaron con dos premios técnicos (fotografía y dirección de arte) para La invención de Hugo, la película de Martin Scorsese que era candidata a 11 estatuillas y que se saldó con un resultado final de cinco. Su principal rival, candidata a 10, también acabó con cinco. Empate en cantidad, pero no en calidad. The artist, que en los brazos de Harvey Wenstein se ha convertido en un símbolo de amor al pasado de Hollywood, se llevó los Oscar más importantes de la noche y bastaba contemplar el temblor de cuerpo de su productor, Thomas Langmann, hijo del cineasta francés Claude Berri, para entender el significado de todo lo ocurrido para un equipo que un día creyó en “una idea estúpida y loca” y que, además, logró sacarla adelante.
Langmann convirtió su Oscar en un homenaje a su padre, a Francia y a una manera de entender el cine como una pasión y no como un negocio. Su padre ganó un Oscar en 1966 pero no pudo recogerlo por falta de liquidez. Años después se lo regaló a su hijo, quien atesora aquella estatuilla desde los 25 años. Hoy ha levantado la suya propia y lo ha hecho apuntando con ella hacia una profesión cuya dignidad y riesgo aprendió de su padre y de otros cineastas como él.
Pese a saber que era el favorito, a Michel Hazanavicius le vencieron los nervios al subir a por su Oscar al mejor director. Nada que ver con las tablas que demostró su actor protagonista, Jean Dujardin, a quien ya se sabe, le basta con sonreír para meterse el mundo en el bolsillo: “En 1929 fue Douglas Fairbanks, cuya figura tanto me inspiró para este papel, quien presentó una gala de los Oscar. La entrada costó cinco dólares y la gala duró quince minutos. Las cosas han cambiado, pero si George Valentin pudiera hablar diría que todo esto es genial, que es… ¡formidable!”
Chris Rock fue el encargado de presentar el Oscar a la mejor película de animación. Pero con el nombre de Rango se desvanecía el sueño de Chico y Rita y de Fernando Trueba y Javier Mariscal. Como con el de la música para The artist desaparecía el de Alberto Iglesias por la del El topo. De poco han servido la sombra de “los préstamos” sobre la partitura del filme francés ni que alguien con el peso del crítico Alex Ross diga en The New Yorker que la banda sonora de Iglesias es, fuera de dudas, la mejor de todas las candidatas.
Hollywood ha sacado su artillería pesada para lanzar un inequívoco mensaje sobre el poder de las películas. Ese poder emocional en el que se manejan con envidiable naturalidad y profesionalidad. Billy Crystal, intemporal maestro de ceremonias, ha sido el perfecto anfitrión para una gala (clásica pero divertida) en la que se viajó de Tiburón a Con la muerte en los talones, de Resacón en Las Vegas a Apocalypse Now, de Algunos hombres buenos al Exorcista, de La guerra de las galaxias a Toro salvaje, ET o Cuando Harry encontró a Sally. Cuando Hollywood se celebra a sí mismo lo hace mejor que nadie y, ya puestos, es mejor que lo hagan con sus trepidantes montajes de películas que con esas deprimentes y ñoñas entrevistas a sus estrellas en las que por desgracia se ve con demasiada crudeza el paso del tiempo que marcan no sus arrugas sino sus desafortunadas operaciones de estética.
Una máscara de la que se libra Meryl Streep, que sin ocultar su edad irradia más luz que una veinteañera, que besa a su marido con el gesto de una recién enamorada y que tiene más peso profesional que cualquier otra estrella. Esta maravillosa mujer por fin se llevó, después de 30 años, su segundo Oscar a la mejor interpretación femenina (además de la estatuilla a la mejor actriz de reparto que obtuvo en 1979 por Kramer contra Kramer): “He sido una niña otra vez, yo nunca doy nada por seguro”, dijo entusiasta después de recibir su galardón. Su momento fue tan dorado como su vestido, la belleza, el talento y la inteligencia que desprende su rostro son inigualables y así lo demostró antes, durante y después de la gala. Es imposible no admirarla, no adorarla.
Pero curiosamente, y salvándola a ella, la 84ª edición de los Oscar fue más masculina que nunca. En la alfombra roja fueron los hombres los que brillaron con una intensidad que normalmente parece exclusiva de las actrices y sus vestidos de alta costura. Pero esta vez ninguna hizo sombra (y ahí están los gritos del público para confirmarlo) a una lista de actores que resultaron más guapos, más sueltos, más inspirados y más cómodos en su papel de estrellas. George Clooney, Gary Oldman, Christian Bale, Brad Pitt, Christopher Plummer (impecable a sus 82 años, con su Oscar al mejor actor de reparto), Sacha Baron Cohen… cada uno a su manera (premiados, nominados, invitados…) sacaron sus mejores dotes de seducción. Las de Clooney para provocar sonrisas haga lo que haga y diga lo que diga, las de de Baron Cohen para esconder su profunda iconoclastia detrás del disfraz (el que sea) que toque y las de Pitt para provocar un tsunami de electricidad a su paso pese a esa melena a la que ni el exceso de laca le resta un ápice de genuina virilidad.
Los Oscar padecieron irregulares picos de emoción. Después de un arranque en el que La invención de Hugo logró de una tacada los premios a la mejor fotografía y mejor dirección de arte, The artist al mejor vestuario y La dama de hierro al mejor maquillaje, llegó el Oscar al filme iraní Nader y Simin, una separación, del cineasta Asghar Farhadi, quien desde su diminuta figura proclamó un intenso discurso que recordó a la audiencia estadounidense de dónde viene el pueblo iraní. “Hoy ellos están contentos no porque le den un premio importante a un director iraní sino porque por una vez lo que se recuerda de Irán es su gloriosa cultura, su rica y antigua cultura, oculta bajo una pesada suciedad política. Por eso yo dedico este premio a mi pueblo, ese pueblo que respeta a otras civilizaciones y culturas más allá de hostilidades y resentimientos”. No habían pasado ni minutos cuando llegó otro de los grandes momentos de la noche: Christian Bale le entregaba el Oscar a la mejor actriz de reparto a Octavia Spencer por Criadas y señoras. “Gracias Academia por ponerme junto al chico más sexy de la gala”, dijo antes de perderse en agradecimientos y lágrimas. Spencer se disculpó por su torpeza sin reparar que su verdad sobre el escenario al menos sí fue una sorpresa en una noche que pecó de ser demasiado previsible.
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