El fondo del mar guarda los sueños que son de todos Caso Odyssey "¿hemos de considerar ese depósito un bien público o, por el contrario, un botín privado de los depredadores llamados cazatesoros?"
El fondo del mar guarda, sin duda, uno de los depósitos más puros de los sueños y de la memoria de la humanidad. En él duermen los vestigios de los anhelos, venturas y desventuras del hombre de descubrir nuevos mundos y culturas, de epopeyas, de búsqueda de tierras ignotas, de llevar a las personas, sus cosas y sus bienes más íntimos a otros lugares a los que nunca llegaron, de conflictos bélicos movidos por la ambición de nuevos dominios y hegemonías…, que tejían las relaciones políticas, culturales y comerciales. En definitiva, con el tiempo el mar ha ido absorbiendo grandes trozos de la vida humana que explican mucho de quienes somos y dónde nos encontramos hoy. La pregunta es, planteémoslo ya, si hemos de considerar ese depósito un bien público o, por el contrario, un botín privado de los depredadores llamados cazatesoros. Esa es la tesitura a la que se enfrentaba la disputa, entre España y la empresa Odyssey, sobre los restos de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, hundida por una agresión bélica inesperada el 5 de octubre de 1804 frente a las costas de Huelva y que se llevó al fondo del mar 250 personas y un rico cargamento entre el que había varios cientos de miles de monedas. Hecho triste del que, con pluma maestra, nos dejaron testimonio Pérez Galdós en su novela Trafalgar, así como Alcalá Galiano en sus memorias.
Durante mucho tiempo esos sueños permanecieron en paz en los limos de los fondos marinos, pues la capacidad del hombre de saber donde estaban los objetos arqueológicos marítimos y de aprehenderlos era ínfima. Pero los recientes desarrollos tecnológicos han quebrado este estado de paz, porque los actuales sistemas de detección hacen cada ve más transparente el fondo del mar y, además, se ha disparado la capacidad de los artefactos e ingenios para extraer los restos sumergidos.
Los bienes arqueológicos terrestres se vienen beneficiando, hace ya tiempo, de un sistema de protección jurídica extraordinariamente eficaz, que es el de, como hacen las leyes de la mayor parte de los países, considerarlos bienes de dominio público. Es, sin duda, la medida jurídica disponible más enérgica para proteger un bien público, pues descansa en dos reglas o principios contundentes. Primero, supone que son bienes, como decía el derecho romano, extra commercium, es decir, que no son susceptibles de comercio ni de apropiación privada. En segundo lugar, ser bienes de dominio público conlleva que quedan afectos a un destino público, que no es otro que el de ser conocidos, gozados y disfrutados por todos.
Sin embargo, los bienes arqueológicos subacuáticos, que en nada se diferencian en su calidad y valor cultural de los terrestres dado que el medio que los cobija no es más que un mero accidente, han tardado mucho más tiempo en alcanzar una protección jurídica tan eficaz. ¿Por qué? Pues, fundamentalmente porque, como hemos dicho, estuvieron menos accesibles a su descubrimiento y rapiña hasta ese reciente cambio tecnológico. Sin entrar en mayores finuras técnico jurídicas, tradicionalmente eran considerados tesoros ocultos, regidos por la regla de la ocupación, es decir, eran de quien los encontraba. Pero el despegue de la conciencia sobre su valor cultural ha empezado a modificar las cosas. Sobre todo a partir del Convenio de la UNESCO sobre el patrimonio subacuático, aprobado en 2001 y que entró en vigor en el año 2009 – España fue uno de los primeros países en ratificarlo- se aprecia un cambio importante de escenario. Este Convenio descansa en una visión del patrimonio arqueológico como un bien de interés general de las sociedades, los Estados, las naciones y la humanidad entera. Y, a tal fin, enuncia principios como el de que el patrimonio subacuático no será objeto de explotación comercial y la preferencia por la conservación “in situ” del patrimonio subacuático (arts. 2 y 7), que las actividades dirigidas a su recuperación deberán servirse de técnicas y métodos no destructivos (norma 4 del Anexo) y la no perturbación innecesaria de los restos humanos o de los sitios venerados (art. 2).
Las sentencias dictadas por los jueces norteamericanos en el caso Odyssey (en 2007 y en 2009), si bien no llegan a aplicar el Convenio, son en buena medida portadoras del espíritu de estos principios jurídico culturales a partir de una fina mirada de altura en la interpretación del derecho internacional. Nada mejor lo resume que las palabras, no exentas de un toque poético, con las que cierra la sentencia el Juez Mark Pizzo del Juzgado de Tampa (Florida) cuando apela al “interés común y al respeto mutuo entre las naciones” frente a los argumentos privatistas de la defensa de Odyssey: “Han pasado más de 200 años desde que explotó la Mercedes. Su lugar de reposo y el de cuantos perecieron en ella aquel fatídico día permanecieron inalterados durante siglos. Hasta hace poco. El Derecho internacional reconoce la solemnidad de su tumba, y el interés soberano de España por preservarla. El interés común y el respeto mutuo entre las naciones justifica que aceptemos la reclamación de España sobre al Mercedes y desestimemos la de Odyssey”.
Esta es la enseñanza del caso de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, una aportación magistral y referencia ejemplar para el futuro de la protección de los bienes culturales subacuáticos en el mundo entero. Un antes y un después.
Pero es, además, desde 2005 –cuando se adopta la decisión de iniciar las reclamaciones- hasta hoy, una muestra inigualable de un ejercicio coral sobre cómo se ha de llevar adelante una política de Estado, con la suma de todos, en los asuntos importantes. Y es un canto a las potencialidades de la lex artis de los profesionales, arqueólogos, conservadores, archiveros, historiadores e investigadores, juristas, jueces y fuerzas de seguridad, gestores públicos, profesionales de la información… que, en una armonía poco frecuente en este tiempo del especialismo ciego y autosuficiente que criticaba Ortega, han aportado ilusionada y generosamente al común sus modestas perspectivas y contribuciones en pro de una polifonía profesional que ha hecho posible la canción que ahora celebramos: el fondo del mar guarda nuestros sueños, respetemos nuestros sueños porque son de todos.
Los bienes arqueológicos terrestres se vienen beneficiando, hace ya tiempo, de un sistema de protección jurídica extraordinariamente eficaz, que es el de, como hacen las leyes de la mayor parte de los países, considerarlos bienes de dominio público. Es, sin duda, la medida jurídica disponible más enérgica para proteger un bien público, pues descansa en dos reglas o principios contundentes. Primero, supone que son bienes, como decía el derecho romano, extra commercium, es decir, que no son susceptibles de comercio ni de apropiación privada. En segundo lugar, ser bienes de dominio público conlleva que quedan afectos a un destino público, que no es otro que el de ser conocidos, gozados y disfrutados por todos.
Sin embargo, los bienes arqueológicos subacuáticos, que en nada se diferencian en su calidad y valor cultural de los terrestres dado que el medio que los cobija no es más que un mero accidente, han tardado mucho más tiempo en alcanzar una protección jurídica tan eficaz. ¿Por qué? Pues, fundamentalmente porque, como hemos dicho, estuvieron menos accesibles a su descubrimiento y rapiña hasta ese reciente cambio tecnológico. Sin entrar en mayores finuras técnico jurídicas, tradicionalmente eran considerados tesoros ocultos, regidos por la regla de la ocupación, es decir, eran de quien los encontraba. Pero el despegue de la conciencia sobre su valor cultural ha empezado a modificar las cosas. Sobre todo a partir del Convenio de la UNESCO sobre el patrimonio subacuático, aprobado en 2001 y que entró en vigor en el año 2009 – España fue uno de los primeros países en ratificarlo- se aprecia un cambio importante de escenario. Este Convenio descansa en una visión del patrimonio arqueológico como un bien de interés general de las sociedades, los Estados, las naciones y la humanidad entera. Y, a tal fin, enuncia principios como el de que el patrimonio subacuático no será objeto de explotación comercial y la preferencia por la conservación “in situ” del patrimonio subacuático (arts. 2 y 7), que las actividades dirigidas a su recuperación deberán servirse de técnicas y métodos no destructivos (norma 4 del Anexo) y la no perturbación innecesaria de los restos humanos o de los sitios venerados (art. 2).
El Derecho internacional reconoce la solemnidad de su tumba, y el interés soberano de España por preservarla.
Esta es la enseñanza del caso de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, una aportación magistral y referencia ejemplar para el futuro de la protección de los bienes culturales subacuáticos en el mundo entero. Un antes y un después.
Pero es, además, desde 2005 –cuando se adopta la decisión de iniciar las reclamaciones- hasta hoy, una muestra inigualable de un ejercicio coral sobre cómo se ha de llevar adelante una política de Estado, con la suma de todos, en los asuntos importantes. Y es un canto a las potencialidades de la lex artis de los profesionales, arqueólogos, conservadores, archiveros, historiadores e investigadores, juristas, jueces y fuerzas de seguridad, gestores públicos, profesionales de la información… que, en una armonía poco frecuente en este tiempo del especialismo ciego y autosuficiente que criticaba Ortega, han aportado ilusionada y generosamente al común sus modestas perspectivas y contribuciones en pro de una polifonía profesional que ha hecho posible la canción que ahora celebramos: el fondo del mar guarda nuestros sueños, respetemos nuestros sueños porque son de todos.
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