'Bebés medicamento'
Por Jorge Alcalde
Mercedes es una hija doblemente deseada. Nació cuando sus padres más la necesitaron y fue elegida para ello. Acaba de ver la luz en el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla y es el segundo caso en España de nacimiento mediante el uso integral de la técnica del diagnóstico genético preimplantacional; el segundo caso de eso que recibe el horrible nombre de bebé medicamento. |
Los padres de Mercedes tienen otro hijo mayor, aquejado de una enfermedad hematológica grave. Las células que se encargan de producir su sangre en la médula ósea no funcionan. Para curarse, necesita un transplante de células precursoras (progenitores hematopoyéticos), que pueden extraerse de la médula de un donante o de un cordón umbilical, por ejemplo. Pero el niño no encontraba un donante apropiado. Este tipo de intervención sólo es posible entre perfiles de histocompatibilidad idénticos. Los expertos de la Unidad de Genética, Reproducción y Medicina Fetal del hospital sevillano recomendaron entonces la solución más extrema: los padres podrían concebir mediante técnicas de reproducción asistida a un hermano que fuera apto para el transplante.
Eso es Mercedes, el producto de la selección entre muchos embriones candidatos; su cordón umbilical ya está a buen recaudo para servir de banco de células sanas al hermano que aún no conoce.
¿Es esto una buena noticia? Los medios la han acogido, como suele ocurrir en estos casos, entre el entusiasmo ingenuo de unos y la oposición acientífica de otros. Hay quien se siente obligado a defender acríticamente cada uno de los hitos de la tecnología médica e inmolarse en el altar del progreso. Y hay quien tiene tal alergia a la ciencia que se le acaban resintiendo las entendederas. En medio está la legión de científicos y expertos en bioética que, por no tenerlo claro, pierde la oportunidad de vociferar en los medios de comunicación. ¡Maldita equidistancia!
Pues resulta que estamos probablemente ante uno de los casos bioéticos más difíciles de saldar. En España se ha propuesto siete veces la utilización de bebés medicamento (hermanos milagro prefieren llamarlos otros) para curar a un niño nacido. Sólo en dos ocasiones ha tenido éxito. Para lograr el objetivo terapéutico, los padres han de someterse a una exigente estrategia de fecundación asistida. Tras ella, es habitual que se obtenga un puñado de embriones (pueden llegar a más de diez) aptos para vivir. En el mejor de los casos, sólo uno verá la luz. La decisión se toma en función de las pruebas de diagnóstico realizadas sobre las células de los embriones. Se obtiene una minúscula porción del material celular de cada uno de ellos y se estudia en el laboratorio. Si se certifica que el ADN de un embrión está libre de los genes que portan la enfermedad que se pretende curar, que es plenamente viable y que las células son totalmente compatibles con el futuro receptor, el pequeño tejido portador de vida recibirá luz verde para convertirse en bebé. El resto de los embriones... se desecha.
¿Es posible ponernos en la situación de elegir? ¿Podemos imaginar desde la tranquilidad de la distancia qué haríamos en el caso que nos ocupa? A los padres de Mercedes la ciencia les ha puesto ante los ojos la posibilidad de curar a un hijo que se les muere, incapaz de producir su propia sangre. ¿Seríamos capaces de rechazarla?
La técnica del diagnóstico preimplantacional no es, ni mucho menos, una estrategia terapéutica intachable. No existen aún suficientes datos que avalen su efectividad, no está claro que sea la única alternativa posible en algunos casos y no es inocua. Pero existe y, una vez ha entrado en el abanico de posibilidades curativas, es imposible no mirarla a los ojos.
Entre los dilemas que han de ponerse encima de la mesa y de los que los padres afectados han de ser escrupulosamente informados están algunos de un calado que me siento incapaz de abordar en un par de párrafos. La intervención en el embrión no implantado es una operación de riesgo. De las técnicas de diagnóstico previo pueden derivarse efectos sobre la salud del futuro niño, desórdenes de la impronta genética, daños irreparables en el programa de desarrollo futuro. No tiene por qué ocurrir, pero puede ocurrir. Evidentemente, cualquier cosa que suceda sucederá sin que el paciente haya sido informado y sin que haya dado su consentimiento. En medicina existe un principio básico de primum non nocere (ante todo, no hacer daño). Una intervención de riesgo, con efectos dañinos sobre un ser humano, sólo es ética si el beneficio obtenido lo justifica. ¿Está justificado en este caso, en el que sabemos que sólo dos de los siete intentos practicados ha obtenido resultados positivos?
Como es lógico, el destino del resto de los embriones fecundados es otro de los asuntos peliagudos. Un buen número de proyectos de vida acabará en la nevera para obtener un solo bebé milagro. A muchos les repugna esta idea cuando se trata de casos como el de Mercedes. Pero no debemos olvidar que en las clínicas de fertilización asistida se desechan a diario docenas de embriones de parejas con problemas de fertilidad y que la ciencia médica avanza a pasos agigantados para reducir al máximo el número de embriones necesarios para logar una implantación con éxito. En ese sentido, un bebé medicamento no es mejor ni peor que un bebé probeta.
Más espinoso aún parece el proceso fundacional de la propia decisión.
Traer un hijo al mundo debería ser un acto de amor consciente y ajeno a cualquier instrumentalización. Engendrar una criatura con un fin último, ¿no es cosificarla? El argumento parece infalible, pero tramposo. El mundo está lleno de hijos no deseados, de concepciones inesperadas, de paternidades y maternidades traumáticas. De hijos que han nacido para resolver conflictos de pareja, para lograr compromisos, para manipular conciencias. No consta que, por el hecho de serlo, hayan sido menos queridos. Y también está lleno de hijos un día deseados y luego abandonados, maltratados, olvidados, enviados a la guerra... No se me ocurre una prueba mayor de deseo maternal que la de someterse a una batería de duras pruebas de fertilización, al dilema de la selección, al cuidado de la gestación de un bebé que viene a salvar la vida de un hermano. ¿Es éste un fruto menos deseado que el concebido una mala noche de borrachera en un motel aún peor?
El problema no es que los niños medicamento superen la barrera kantiana de que todo ser humano es un fin en sí mismo y no un medio; el problema es que lo hacen de manera más evidente que otros muchos.
Los que nos sentimos realmente preocupados por los límites éticos del avance científico no podemos conformarnos con un juego de cara o cruz, de "sí, siempre" o "no, nunca". El nacimiento de Mercedes merece argumentos a favor y en contra mucho más sólidos de los que suelen airearse, apresuradamente, en los medios de comunicación. No puede ocurrir en este caso lo mismo que ocurre cada vez que conocemos un avance en el proceloso río de la manipulación genética. Los mismos de siempre muestran su progresía entusiasta, los mismos de siempre gritan sus conservadoras consignas contra el avance de la ciencia.
Porque los que aplauden la destrucción de embriones humanos en nombre de la ciencia suelen manifestarse en pelotas contra la matanza de toros... y los que se oponen sin matices a la medicina preimplantacional se postran ante hornacinas dedicadas a hombres y mujeres que sí dieron la vida por sus hermanos.
(por Jorge Alcalde)
http://findesemana.libertaddigital.com/bebes-medicamento-1276239875.html
Eso es Mercedes, el producto de la selección entre muchos embriones candidatos; su cordón umbilical ya está a buen recaudo para servir de banco de células sanas al hermano que aún no conoce.
¿Es esto una buena noticia? Los medios la han acogido, como suele ocurrir en estos casos, entre el entusiasmo ingenuo de unos y la oposición acientífica de otros. Hay quien se siente obligado a defender acríticamente cada uno de los hitos de la tecnología médica e inmolarse en el altar del progreso. Y hay quien tiene tal alergia a la ciencia que se le acaban resintiendo las entendederas. En medio está la legión de científicos y expertos en bioética que, por no tenerlo claro, pierde la oportunidad de vociferar en los medios de comunicación. ¡Maldita equidistancia!
Pues resulta que estamos probablemente ante uno de los casos bioéticos más difíciles de saldar. En España se ha propuesto siete veces la utilización de bebés medicamento (hermanos milagro prefieren llamarlos otros) para curar a un niño nacido. Sólo en dos ocasiones ha tenido éxito. Para lograr el objetivo terapéutico, los padres han de someterse a una exigente estrategia de fecundación asistida. Tras ella, es habitual que se obtenga un puñado de embriones (pueden llegar a más de diez) aptos para vivir. En el mejor de los casos, sólo uno verá la luz. La decisión se toma en función de las pruebas de diagnóstico realizadas sobre las células de los embriones. Se obtiene una minúscula porción del material celular de cada uno de ellos y se estudia en el laboratorio. Si se certifica que el ADN de un embrión está libre de los genes que portan la enfermedad que se pretende curar, que es plenamente viable y que las células son totalmente compatibles con el futuro receptor, el pequeño tejido portador de vida recibirá luz verde para convertirse en bebé. El resto de los embriones... se desecha.
¿Es posible ponernos en la situación de elegir? ¿Podemos imaginar desde la tranquilidad de la distancia qué haríamos en el caso que nos ocupa? A los padres de Mercedes la ciencia les ha puesto ante los ojos la posibilidad de curar a un hijo que se les muere, incapaz de producir su propia sangre. ¿Seríamos capaces de rechazarla?
La técnica del diagnóstico preimplantacional no es, ni mucho menos, una estrategia terapéutica intachable. No existen aún suficientes datos que avalen su efectividad, no está claro que sea la única alternativa posible en algunos casos y no es inocua. Pero existe y, una vez ha entrado en el abanico de posibilidades curativas, es imposible no mirarla a los ojos.
Entre los dilemas que han de ponerse encima de la mesa y de los que los padres afectados han de ser escrupulosamente informados están algunos de un calado que me siento incapaz de abordar en un par de párrafos. La intervención en el embrión no implantado es una operación de riesgo. De las técnicas de diagnóstico previo pueden derivarse efectos sobre la salud del futuro niño, desórdenes de la impronta genética, daños irreparables en el programa de desarrollo futuro. No tiene por qué ocurrir, pero puede ocurrir. Evidentemente, cualquier cosa que suceda sucederá sin que el paciente haya sido informado y sin que haya dado su consentimiento. En medicina existe un principio básico de primum non nocere (ante todo, no hacer daño). Una intervención de riesgo, con efectos dañinos sobre un ser humano, sólo es ética si el beneficio obtenido lo justifica. ¿Está justificado en este caso, en el que sabemos que sólo dos de los siete intentos practicados ha obtenido resultados positivos?
Como es lógico, el destino del resto de los embriones fecundados es otro de los asuntos peliagudos. Un buen número de proyectos de vida acabará en la nevera para obtener un solo bebé milagro. A muchos les repugna esta idea cuando se trata de casos como el de Mercedes. Pero no debemos olvidar que en las clínicas de fertilización asistida se desechan a diario docenas de embriones de parejas con problemas de fertilidad y que la ciencia médica avanza a pasos agigantados para reducir al máximo el número de embriones necesarios para logar una implantación con éxito. En ese sentido, un bebé medicamento no es mejor ni peor que un bebé probeta.
Más espinoso aún parece el proceso fundacional de la propia decisión.
Traer un hijo al mundo debería ser un acto de amor consciente y ajeno a cualquier instrumentalización. Engendrar una criatura con un fin último, ¿no es cosificarla? El argumento parece infalible, pero tramposo. El mundo está lleno de hijos no deseados, de concepciones inesperadas, de paternidades y maternidades traumáticas. De hijos que han nacido para resolver conflictos de pareja, para lograr compromisos, para manipular conciencias. No consta que, por el hecho de serlo, hayan sido menos queridos. Y también está lleno de hijos un día deseados y luego abandonados, maltratados, olvidados, enviados a la guerra... No se me ocurre una prueba mayor de deseo maternal que la de someterse a una batería de duras pruebas de fertilización, al dilema de la selección, al cuidado de la gestación de un bebé que viene a salvar la vida de un hermano. ¿Es éste un fruto menos deseado que el concebido una mala noche de borrachera en un motel aún peor?
El problema no es que los niños medicamento superen la barrera kantiana de que todo ser humano es un fin en sí mismo y no un medio; el problema es que lo hacen de manera más evidente que otros muchos.
Los que nos sentimos realmente preocupados por los límites éticos del avance científico no podemos conformarnos con un juego de cara o cruz, de "sí, siempre" o "no, nunca". El nacimiento de Mercedes merece argumentos a favor y en contra mucho más sólidos de los que suelen airearse, apresuradamente, en los medios de comunicación. No puede ocurrir en este caso lo mismo que ocurre cada vez que conocemos un avance en el proceloso río de la manipulación genética. Los mismos de siempre muestran su progresía entusiasta, los mismos de siempre gritan sus conservadoras consignas contra el avance de la ciencia.
Porque los que aplauden la destrucción de embriones humanos en nombre de la ciencia suelen manifestarse en pelotas contra la matanza de toros... y los que se oponen sin matices a la medicina preimplantacional se postran ante hornacinas dedicadas a hombres y mujeres que sí dieron la vida por sus hermanos.
(por Jorge Alcalde)
http://findesemana.libertaddigital.com/bebes-medicamento-1276239875.html
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