El copago en sanidad es temerario, injusto e ineficaz Exigir tasas delegaría en el enfermo la valoración de su dolencia y le culpabilizaría por su situación, además de no resolver el problema financiero
De forma recurrente, y con la misma carga argumental, a los políticos les tienta la posibilidad de hacer gravitar sobre el paciente (más allá de sus impuestos directos e indirectos, ahora aún más recargados) parte del pago por la asistencia médica. Con el apelativo de tasas disuasorias o copagolos responsables sanitarios, en esta ocasión de la Generalitat pero con tentaciones de su implantación en todo el Estado, y con la complicidad, claro, del departamento económico, anuncian que la implantación de dicha tasa "regulará la demanda sanitaria" y se hará "un mejor uso del sistema sanitario". Al parecer, la coartada argumental se basa en que los pacientes "abusan" del sistema: es decir, abarrotan los servicios de urgencia o las consultas ambulatorias con problemas menores que impiden el óptimo funcionamiento de la asistencia.
En mi opinión la institución de tasas es temeraria, injusta e ineficaz y refleja, además, no sólo una tozuda insensibilidad al tema sanitario, sino una preocupante incomprensión de lo público, entendiendo lo público en este caso como derecho y como servicio a la comunidad enferma o potencialmente enferma.
1. La institución de las tasas es temeraria. En efecto, dicha iniciativa delegaría en el enfermo la interpretación de su síntoma y la valoración de la banalidad o no del mismo, que, a fin de cuentas, decidiría la consulta o no de un profesional.
A este respecto, es útil recordar como muestra algunos hechos empíricos. El infarto de miocardio (la enfermedad coronaria es la primera causa de muerte en nuestro país) va precedida con mucha frecuencia de diversos síntomas que pueden ser interpretados banalmente por el enfermo y no se benefician, por tanto, de una evaluación especializada. El hecho de que gran parte de las molestias precordiales no corresponda a una enfermedad coronaria no debe suponer un menoscabo para el numeroso subgrupo de pacientes disuadidos de que el síntoma banal oculta un padecimiento grave.
No hay que olvidar que el calificativo banal es un juicio a posteriori que exige una valoración clínica cuidadosa y, en ocasiones, precisa la ayuda de tecnología complementaria.
Otro ejemplo significativo: la jaqueca; patología benigna en este caso, pero una de las situaciones que más demanda del especialista, además de una de las principales causas de baja laboral y martillo constante de la calidad de vida del 15% de la población. Pues bien, las encuestas de población demuestran que menos de la mitad de los casos han consultado por sus molestias, y que el manejo profesional hubiera aliviado de forma destacada sus dolores, hubiera evitado el paso a la cronicidad de las cefaleas y hubiera facilitado la disminución de la ingesta prolongada, costosa y con frecuencia dañina de analgésicos. En fin, hubiera permitido la detección prematura, afortunadamente infrecuente, de procesos subyacentes graves. Como vemos, habría que introducir alguna vez fórmulas persuasivas o suasorias.
El enfermo tiene perfecto derecho a equivocarse, pues desconoce la trascendencia de sus síntomas, pero un sistema público de salud debe evitar que un paciente con patología grave no disponga de todo el arsenal clínico que precise —y al que tiene derecho— sólo porque sus dolencias son poco expresivas o porque una tasa le disuada de entrar en el sistema.
Nadie con una mínima experiencia en sanidad pública desconoce que las urgencias hospitalarias han sufrido un progresivo incremento en su frecuencia en los últimos treinta años, desbordando en ocasiones la capacidad del sistema. O que en la práctica ambulatoria común, cualquier facultativo es testigo de la elevada proporción de cuadros banales, a los que se suman hipocondríacos, simuladores, etc., pero todos exigen una atención individualizada que oriente y, si es posible, resuelva la situación. Como definía un ilustre clínico, un enfermo es "por lo menos, todo aquel que acude al médico".
Este análisis del problema no defiende la medicalización del ciudadano (el médico que conoce bien las dependencias de su enfermo debe ser enérgico en ocasiones desaconsejando el exceso de visitas médicas). La disuasión, en los casos en que pueda estar indicada, debe ser el resultado de la prevención, la educación y la participación responsable del ciudadano en su propia y libre decisión de salud.
2. La institución de tasas es injusta. La medida culpa a los pacientes de su situación patológica. Los contribuyentes más abatidos en su calidad de vida por el infortunio de una enfermedad recurrente —banal o no— deberán pagar unas tasas como castigo a su dolencia. Afirmaba un economista de forma categórica en este mismo periódico (Elogio del copago, punto 7, E. Costas) que ellos son culpables de la lista de espera. Ante este carácter de penalización que se desprende de las afirmaciones de la consejera catalana como de algunos analistas que buscan el recorte por la parte más débil, sería conveniente recordar una expresiva declaración de los grupos de base franceses que resaltan el carácter democrático de los objetivos sanitarios (incluso en enfermedades en que el enfermo es culpable): “...también queremos buenos hospitales para que nos curen las borracheras”.
La enfermedad como pecado. Se culpabiliza al enfermo de la insuficiencia en la atención. La sanidad no sería buena porque acuden demasiados enfermos a los centros, soslayándose de esta manera las causas principales, como la precaria estructura o los presupuestos escasos.
3. La implantación de tasas es ineficaz. Aunque es un tema menor, es importante que las autoridades sanitarias y ciertos expertos en cifras acudan a los frentes sanitarios como los hospitales para entender la dificultad de llevar a cabo con eficacia la medida del copago. Mi experiencia como director que fui del Hospital 12 de Octubre y mis cuarenta años de trabajo en la medicina pública me autorizan a hacer esta afirmación. ¿Cómo cobrar al paciente que acude en coma, al psicótico, al grave o al que no dispone de fondos? ¿Se negará la atención? ¿Se le negará al mas desgraciado en el que se ha cebado la enfermedad y debe acudir recurrentemente al centro? ¿Y el que no quiere pagar? ¿Embargo? Es preciso una infraestructura que sobrepasa en gastos al cobro de las tasas.
La medicina pública española, ejemplar en muchos aspectos, precisa un relanzamiento y un prestigio que anteponga su carácter de servicio a la comunidad. Existen ya demasiados elementos disuasorias en la medicina pública actual (como la lista de espera) como para añadirle uno nuevo al enfermo. Que la austeridad no se utilice como coartada para atentar contra los derechos de los ciudadanos.
1. La institución de las tasas es temeraria. En efecto, dicha iniciativa delegaría en el enfermo la interpretación de su síntoma y la valoración de la banalidad o no del mismo, que, a fin de cuentas, decidiría la consulta o no de un profesional.
A este respecto, es útil recordar como muestra algunos hechos empíricos. El infarto de miocardio (la enfermedad coronaria es la primera causa de muerte en nuestro país) va precedida con mucha frecuencia de diversos síntomas que pueden ser interpretados banalmente por el enfermo y no se benefician, por tanto, de una evaluación especializada. El hecho de que gran parte de las molestias precordiales no corresponda a una enfermedad coronaria no debe suponer un menoscabo para el numeroso subgrupo de pacientes disuadidos de que el síntoma banal oculta un padecimiento grave.
No hay que olvidar que el calificativo banal es un juicio a posteriori que exige una valoración clínica cuidadosa y, en ocasiones, precisa la ayuda de tecnología complementaria.
Otro ejemplo significativo: la jaqueca; patología benigna en este caso, pero una de las situaciones que más demanda del especialista, además de una de las principales causas de baja laboral y martillo constante de la calidad de vida del 15% de la población. Pues bien, las encuestas de población demuestran que menos de la mitad de los casos han consultado por sus molestias, y que el manejo profesional hubiera aliviado de forma destacada sus dolores, hubiera evitado el paso a la cronicidad de las cefaleas y hubiera facilitado la disminución de la ingesta prolongada, costosa y con frecuencia dañina de analgésicos. En fin, hubiera permitido la detección prematura, afortunadamente infrecuente, de procesos subyacentes graves. Como vemos, habría que introducir alguna vez fórmulas persuasivas o suasorias.
El enfermo tiene perfecto derecho a equivocarse, pues desconoce la trascendencia de sus síntomas, pero un sistema público de salud debe evitar que un paciente con patología grave no disponga de todo el arsenal clínico que precise —y al que tiene derecho— sólo porque sus dolencias son poco expresivas o porque una tasa le disuada de entrar en el sistema.
Nadie con una mínima experiencia en sanidad pública desconoce que las urgencias hospitalarias han sufrido un progresivo incremento en su frecuencia en los últimos treinta años, desbordando en ocasiones la capacidad del sistema. O que en la práctica ambulatoria común, cualquier facultativo es testigo de la elevada proporción de cuadros banales, a los que se suman hipocondríacos, simuladores, etc., pero todos exigen una atención individualizada que oriente y, si es posible, resuelva la situación. Como definía un ilustre clínico, un enfermo es "por lo menos, todo aquel que acude al médico".
Este análisis del problema no defiende la medicalización del ciudadano (el médico que conoce bien las dependencias de su enfermo debe ser enérgico en ocasiones desaconsejando el exceso de visitas médicas). La disuasión, en los casos en que pueda estar indicada, debe ser el resultado de la prevención, la educación y la participación responsable del ciudadano en su propia y libre decisión de salud.
2. La institución de tasas es injusta. La medida culpa a los pacientes de su situación patológica. Los contribuyentes más abatidos en su calidad de vida por el infortunio de una enfermedad recurrente —banal o no— deberán pagar unas tasas como castigo a su dolencia. Afirmaba un economista de forma categórica en este mismo periódico (Elogio del copago, punto 7, E. Costas) que ellos son culpables de la lista de espera. Ante este carácter de penalización que se desprende de las afirmaciones de la consejera catalana como de algunos analistas que buscan el recorte por la parte más débil, sería conveniente recordar una expresiva declaración de los grupos de base franceses que resaltan el carácter democrático de los objetivos sanitarios (incluso en enfermedades en que el enfermo es culpable): “...también queremos buenos hospitales para que nos curen las borracheras”.
La enfermedad como pecado. Se culpabiliza al enfermo de la insuficiencia en la atención. La sanidad no sería buena porque acuden demasiados enfermos a los centros, soslayándose de esta manera las causas principales, como la precaria estructura o los presupuestos escasos.
3. La implantación de tasas es ineficaz. Aunque es un tema menor, es importante que las autoridades sanitarias y ciertos expertos en cifras acudan a los frentes sanitarios como los hospitales para entender la dificultad de llevar a cabo con eficacia la medida del copago. Mi experiencia como director que fui del Hospital 12 de Octubre y mis cuarenta años de trabajo en la medicina pública me autorizan a hacer esta afirmación. ¿Cómo cobrar al paciente que acude en coma, al psicótico, al grave o al que no dispone de fondos? ¿Se negará la atención? ¿Se le negará al mas desgraciado en el que se ha cebado la enfermedad y debe acudir recurrentemente al centro? ¿Y el que no quiere pagar? ¿Embargo? Es preciso una infraestructura que sobrepasa en gastos al cobro de las tasas.
La medicina pública española, ejemplar en muchos aspectos, precisa un relanzamiento y un prestigio que anteponga su carácter de servicio a la comunidad. Existen ya demasiados elementos disuasorias en la medicina pública actual (como la lista de espera) como para añadirle uno nuevo al enfermo. Que la austeridad no se utilice como coartada para atentar contra los derechos de los ciudadanos.
Esteban García-Albea es profesor titular y jefe del servicio de Neurología del Hospital Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares.
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