El hombre que aterrizó en el aeropuerto de Ezeiza el miércoles 15 de
mayo parecía asustado. Iba enfundado en una aséptica camiseta azul a
rayas blancas, de la mano de una muchacha rubia que aparentaba ser su
hija, cuando se encontró rodeado de una multitud vociferante de
espontáneos barras bravas y periodistas locales que le ponían micrófonos
en la boca, le exhortaban a decir algo o le aclamaban como si se
dispusiese a ofrecer un mitin.
—¡Diego! ¡Querido! ¡El pueblo está contigo! / ¡Diego! ¡Querido! ¡El pueblo…!
Las primeras bocanadas de aire que respiró al poner el pie en la tierra de la Barrick Gold,
los K y los piquetes estuvieron cargadas de trueno popular. En la
Argentina contemporánea, ídolos y villanos se abocan a la aparición
repentina de barras bravas. A unos les aplican la cadena, la pistola o
el sopapo. A otros les regalan su coreografía, su música. Al hombre de
la camiseta azul le trataron como a un verdadero líder, pero su reacción
fue dar media vuelta y echar a correr arrastrando tras de sí a la
muchacha rubia. Presa del pánico.
Ahuecando la garganta para imprimir dramatismo en la noticia, el
periodista de Canal 5 Noticias que relataba los hechos en directo decía:
—Diego llegó al país. Vamos a escucharle…
Los telespectadores lo sobreentienden. Diego hay uno solo.
“Al país” significa al único país posible. Al país inexorable. Al país
de Diego. Pero no hubo nada que escuchar. El hombre de la camiseta azul
se limitó a fruncir el ceño y echar un vistazo antes de huir. De camino a
la calle, se encontró con un grupo de fotógrafos. Les pidió fuego. No
podía aguantar más. No podía respirar más el aire porteño sin añadirle
una calada de esencia de tabaco cubano. Encendió un puro. Lo recogieron
en un coche. Al ver que los fotógrafos le seguían por la autopista,
mandó parar en el peaje. Salió del vehículo bajo la lluvia, revolvió el
barro en busca de proyectiles y los arrojó contra los reporteros
que encontró más a tiro. Cuando se le acabaron las piedras, la
emprendió a patadas. Se montó de nuevo en el coche y voló hacia lo
desconocido.
Vive dos duelos: su retirada del deporte activo y la muerte de su madre, se siente “un exiliado del fútbol”
Dicen que fue a Buenos Aires en compañía de su última pareja, la muchacha que parecía su hija, de nombre Rocío Oliva, de 22 años, a conocer a Diego Fernando Maradona Ojeda, su hijo nacido en febrero fruto de su relación con Verónica Ojeda.
Su paso por Argentina dejó, en cualquier caso, un rastro fugaz de
gritos y reproches. Giannina Dinorah y Dalma Nerea, hijas de su primer
matrimonio, lamentaron públicamente que la señora Ojeda se negara a
recibirlas junto a su padre. “Nosotras”, informó Dalma en Radio Pop, “no
opinamos más si quiere tener más hijos. Él dice que no quiere tener más
hijos. Después, las circunstancias que se dan y las mujeres con las que
está… whatever”.
Naturalmente, el hombre no tardó en volver a Ezeiza para embarcarse de regreso a los Emiratos Árabes Unidos, donde vive desde 2011
bajo palio de la familia del emir de Dubái, Mohammed bin Rashid al
Maktoum. Su casa es un chalé del archipiélago artificial de La Palmera,
famoso complejo residencial recientemente construido sobre la plataforma
submarina del golfo Pérsico. Quienes le han visitado aseguran que la
casa es muy amplia y dispone de una playa de arena dragada del fondo del
mar. El interior no destaca por su opulencia, sino por sus grandes
salones silenciosos, alterados únicamente por las empleadas domésticas y
por el ruido del televisor. La pantalla permanece encendida todo el
día. El hombre asegura que ve entre cinco y siete partidos por día,
gracias a la antena parabólica que capta señales de canales europeos y
americanos. Cualquier partido de fútbol es capaz de atraparle en el
sofá: incluso los partidos de la Segunda División francesa.
Mirar fútbol por la tele y fumar habanos. Últimamente, en un día
normal, no hace otra cosa. Su labor como representante diplomático del
deporte de Dubái ha convertido el calendario de actividades en algo
parecido a un solar. Prevalecen las horas muertas. Las comparte con el
personal del servicio doméstico, cuando no recibe la visita de algún
amigo, o de Rocío Oliva, que es jugadora de fútbol del River Plate y que
en el ambiente popular porteño goza de cierta celebridad tras sus
noviazgos con el boxeador Rodrigo Barrios, La Hiena, y con el barra brava riverplatense Cucaracha Girón.
Recientemente fue a verle un pariente y confesó que se sentía “un
exiliado del fútbol”. Sus huéspedes tuvieron la sensación de que cumplía
con un doble duelo. La muerte de su madre, La Tota, en 2011, y
su retirada del fútbol en activo habían dejado un vacío gigantesco en
su existencia. A sus 52 años, su lucha cotidiana consistía en llenar el
hueco y soslayar la desdicha. Sin alcohol ni cocaína. Hace años que da
la impresión de estar completamente limpio. Sereno. Sin altibajos. Sus
días transcurren en una melancólica homogeneidad. Ya no se tiñe el pelo
de amarillo, ni se practica cortes estrafalarios, ni se ufana de sus
camisas de Versace, ni se pone tapados de piel de zorro gris. Su
uniforme es una sucesión de polos a rayas. Quizá cuando se mira al
espejo no se reconoce. Quizá piensa que es mejor así, aunque de vez en
cuando, por la labor representativa que le encomienda el Gobierno local,
debe ejercer de Maradona, ponerse un traje y acudir a eventos
deportivos, torneos de tenis, giras de equipos europeos o encuentros
amistosos para ejercer de cicerone.
Gracias a las exenciones fiscales, los sueldos generosos y la pasión
que despierta el fútbol en sus habitantes, desde hace unos años Dubái se
ha convertido en un reducto de entrenadores y técnicos en busca de
tranquilidad. Uno de estos técnicos comentaba hace poco que la colonia
extranjera es amplia, pero suele coincidir en los mismos sitios. Nadie,
sin embargo, se encuentra con Maradona desde que lo echaron del Al Wasl.
El Al Wasl
es el club local que le contrató en 2011 como entrenador a cambio de 34
millones de dólares por dos años. La labor de Maradona durante el
campeonato local se caracterizó más por sus intentos continuados de
intimidar a los árbitros durante los partidos que por imprimir al equipo
una idea de juego. La gente le recuerda poco por su trabajo. Son más
los que retienen su enfrentamiento con unos hinchas musulmanes que
reprocharon la presencia de Verónica Ojeda en la grada del estadio
durante un partido. Nunca el choque de culturas, los machistas criollos
contra los machistas musulmanes, se hizo patente con más vehemencia. “El
hombre que agrede a una mujer es un cobarde”, dijo Maradona en su
comparecencia pública más difundida en el Al Wasl, “porque no tiene las
pelotas de enfrentar a un hombre... Yo soy incapaz de faltarle al
respeto a una mujer porque yo vine de una mujer y hoy la tengo en el
cielo”.
Maradona fue despedido del Al Wasl por malos resultados. Puesto que
el club, como casi todos los clubes del emirato, tiene vínculos de
propiedad con el Gobierno, los aristócratas locales le ofrecieron
nombrarle embajador deportivo del país. Maradona accedió y Claudia
Villafañe dio el visto bueno.
Claudia, su primera esposa, su primera novia, madre de Dalma y
Giannina, es su persona de confianza y la administradora de su
patrimonio. Hace años, ya separada de él, le recordó que todos los
agentes que había tenido a lo largo de su carrera, Marcos Franchi,
Guillermo Coppola y Jorge Cyterszpiler, le habían estafado. Le propuso
enmendarse dejando que ella le llevara sus negocios. De este modo, si se
quedaba con su dinero, al menos tendría la seguridad de que lo haría en
beneficio de sus hijas. Maradona aceptó. Y desde entonces vive mejor.
Al menos, cumple sus contratos. La relación de dependencia con su
exmujer es tan extrema que en Argentina circula un rumor extravagante.
La leyenda cuenta que los abogados de Villafañe redactaron un contrato
para regular la relación entre Maradona y su expareja Verónica Ojeda
imponiendo que no tendrían hijos. El embarazo de Ojeda vulneró
irreparablemente una de las cláusulas. Así fue como Maradona se quedó
solo en Dubái.
Solo en casa, salvo, esporádicamente, para ir a trabajar, o para
montarse en su Rolls Royce para ir a jugar partidos del campeonato local
de funcionarios de los ministerios locales. Hay imágenes en YouTube
que le registran enfurecido con el árbitro como si se estuviese
disputando un Mundial, caminando con dificultad, con las rodillas
rígidas y los tobillos hinchados. Artrítico. Como si el tiempo le
hubiese borrado su identidad física. Como si fuese otro. Resignado,
pero, extrañamente, en su lugar.
Pocas obras artísticas explican el espanto que siente Maradona cada
vez que vuelve a Argentina como la horrorosa canción que le compuso el
grupo de rock Ratones Paranoicos: “Quisiera ver al Diego para siempre,
gambeteando para toda la eternidad. / Es verdad que el Diego es lo más
grande que hay. / Es nuestra religión. / Nuestra identidad. / Quiero que
siga jugando para toda la gente… Para el pueblo, lo mejor, Diego
Armando Maradooooo…”.
Ratones Paranoicos advierten de que hay una multitud de desalmados
deseosos de que Maradona siga siendo Maradona, la parodia de Dios. El
hombre, en cambio, prefiere olvidarse de sí mismo. Prefiere recluirse en Cuba,
o en Dubái, donde los veranos registran temperaturas de 50 grados y la
atmósfera se carga de nubes de partículas de arena del desierto. En esos
días de canícula, cierra su casa a cal y canto, enciende el aire
acondicionado y solo interrumpe su recogimiento para salvar los metros
que le separan del mar, darse un chapuzón y volver al sofá.
http://elpais.com/elpais/2013/05/31/gente/1370022769_601066.html
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