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sábado, 20 de abril de 2013

LUIS ROJAS MARCOS Trastorno de Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH)

«Llegué a pensar que simplemente era un niño malo»

Es uno de los psiquiatras más reconocidos del mundo y su currículo así lo demuestra. Además, ha escrito más de una decena de libros, muchos convertidos en ‘best sellers’, con los que ha ayudado a sus lectores a sentirse mejor. Y eso que, de pequeño, no había quien pudiese con él
 

Vista con perspectiva, la trayectoria del doctor Luis Rojas Marcos no puede ser más asombrosa. Sevillano nacido en 1943, su carácter distraído y nervioso no le ayudó nada en el colegio. De hecho, con catorce años tuvo que abandonar los jesuitas de Portaceli para ingresar en un colegio laico donde los expedientes de los alumnos eran menos brillantes. Por aquel entonces, el Trastorno de Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH) era un misterio –ni siquiera estaba diagnosticado– con lo que Luis parecía, sencillamente, un niño ‘malo’ capaz de agotar a cualquiera.
Su talento natural para la música, que supo ver su madre, le llevó a aprender a tocar el piano, la guitarra y la batería. Y, como poco, le sirvió para fundar con un grupo de amigos el Cuarteto Yungay, un conjunto musical andaluz en el que tocaba la batería.

Desde muy joven quiso estudiar Medicina, pero lo de especializarse en Psiquiatría llegaría más tarde, en parte para conocerse mejor y entender muchas de las cosas que le pasaban. Y lo logró culminando su carrera en Nueva York, ciudad en la que se quedó a vivir y donde ha llegado a ocupar puestos tan importantes como el de presidente ejecutivo del Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York –de ahí que viviera muy de cerca los efectos en víctimas y familiares de los ataques del 11-S–.

En la actualidad, mientras continúa escribiendo libros como ‘Eres tu memoria. Conócete a ti mismo’ y prosigue con su actividad docente e investigadora, es también miembro de la Academia de Medicina de Nueva York, de la Asociación Americana de Psiquiatría (miembro distinguido vitalicio) y de la Academia Americana de Medicina Paliativa.

–Antes los niños no tenían TDAH, simplemente eran nerviosos «como rabos de lagartija», ya que hasta el año 94 no se diagnosticó este trastorno. ¿Cuándo tomó usted conciencia de que lo que le sucedía era un Trastorno de Déficit de Atención con Hiperactividad?

Recuerdo que en los años 70, cuando estudiaba Psiquiatría en Nueva York, me daba clases Stella Chess, una especialista muy famosa y reconocida en Psiquiatría Infantil. Durante una de sus lecciones, explicó un trastorno relativo a la hiperactividad que iba unido a problemas de niños que habían sufrido traumas cerebrales o encefalitis. Fuera de eso, que no era mi caso, la conducta que iba describiendo me sonaba. Niños con mucha energía y dificultad para controlarla, pero que eran inteligentes. Fue entonces cuando empecé a pensar si todos mis problemas de la infancia se debían a un trastorno y no solo a una conducta. En resumen, que me di cuenta cuando ya era mayor y no tenía remedio [risas].

–Digamos que tuvo una infancia movidita, ¿no es así?

Sí. Yo era un niño muy travieso. Con 6 y 7 años solía correr por los tejados de las casas en Sevilla. Los vecinos llamaban a mi madre y le decían: «¡Mira quién está por ahí!» Y mi madre se horrorizaba. Era un niño diferente y esa diferencia estaba en la cantidad de energía que tenía y en la incapacidad para controlarla y, claro, a esa edad lo llevas de un modo que tu entorno no acepta. Además a eso hay que sumarle la impetuosidad, lo que provocaba que interrumpiera constantemente a los demás, y que era inagotable. Yo antes de que el profesor hiciera una pregunta ya tenía la mano levantada. Y también estaba esa distracción continua que no te dejaba concentrarte y te hacía moverte de un lado a otro, hablar... Pero antes de conocerse el trastorno eso era ser un niño malo. Menos mal que a mí me salvaba un poco que era muy simpático.

–Tendría contentos a los jesuitas donde estudiaba...

Con 11 años empecé a suspender cada vez más asignaturas. Estuve siete años en los jesuitas y ya tenía mi fama, así que muchas veces acababa sentado en la banca negra del fondo de la clase. Y la verdad es que no me sentía ni mal ni discriminado, aunque ahora lo veo de otro modo. Pero por aquel entonces los curas hacían lo que podían con toda su buena voluntad. Y no les culpo porque antes no se sabía nada. Eso sí, al final, con mucho cuidado, les dijeron a mis padres que era mejor que me llevaron a otro colegio. Acabé en uno de ‘cateados’.

–Con su trayectoria y su currículo cuesta mucho imaginarle en ese colegio del que habla.

Pues tuve mucha suerte, la verdad, porque la directora no sé qué vio en mí, pero pensó que algo podría rescatarse y me dijo: «A partir de ahora, tú te sientas en esta primera fila». Claro, yo acababa de salir de un colegio y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para encauzarme. Además, me dejaban salir de clase cuando lo necesitaba... Todo aquello me ayudó mucho.

–¿En qué sentido?

Con el cambio pude crearme mi propia identidad y comencé a funcionar mejor. Allí nadie sabía nada de mi historia, era nuevo y no tenía lastre. Ahora se llama reinventarse, y eso fue lo que hice aunque sin darme cuenta. Me sentía bien al aprobar los exámenes, al ver a mis padres contentos... Por eso un aspecto que recomiendo a los padres es que si sus hijos tienen ya la imagen de niño imposible en un colegio que le cambien a otro. Sé, porque me lo dicen, que es complicado, pero puede ser muy bueno.

–Con nueve años estuvo encerrado en un calabozo, ¿cómo vivió aquella experiencia?

Muy mal. Todo comenzó porque un amigo que tenía en el pueblo de mi madre (Liendo, en Cantabria) me animó a prender fuego en el monte. La suerte es que se apagó sin mayores consecuencias, pero la Guardia Civil me encerró en lo que llaman ‘La Perrera’ y pasé allí la noche. Fue entonces cuando comencé a reflexionar sobre lo que me pasaba, porque sabía que no encajaba y que algo me sucedía, pero tampoco podía controlarme. No quería hacer daño a nadie y me preguntaba qué me ocurría, pero nadie era capaz de darme una explicación. A falta de ese diagnóstico del TDAH, piensas que eres simplemente malo dada la cultura de aquel momento.

–¿Es angustioso verse sin redención posible?

Sí. Por eso en Semana Santa yo llegué a salir de Nazareno hasta con tres cofradías diferentes para ver si esto tenía arreglo y si Dios... Mi hermana melliza, que murió, me protegía y me decía: «No te preocupes, Luis, que esto te va a ayudar». Pero había que verme caminando más rápido que el resto de los cofrades, saliéndome de la fila....

–Habla de su hermana pero, ¿y sus padres? ¿Cómo vivieron todo aquello?

Pues como un problema que tenían tanto ellos como yo porque entonces el éxito del hijo reflejaba el de los padres. Mi madre, de quién probablemente heredé el TDAH, lo llevaba mucho mejor que mi padre. A veces se reía de mis travesuras, lo cual era útil porque el gran peligro de este problema cuando no es entendido por la familia y la comunidad es que destruye la autoestima. Ten en cuenta que uno se pregunta si es que no sirve para nada, si no funciona, y además se ve metido en situaciones que con mala suerte te pueden llevar a la cárcel. Imagina si llega a haber víctimas en el incendio que te he comentado...

–¿Hay muchos casos de TDAH que hayan acabado por esa mala suerte en el mundo de la delincuencia?

Pues si vas a la cárcel, al menos en EE UU, y entrevistas a delincuentes de entre 30 y 40 años verás que el 60% son hiperactivos que cometieron ese fallo primero y ya no pudieron salir de ese mundo. Por eso por un lado tenemos el camino de la delincuencia y, por otro, el de la depresión si no tienes suerte o no sigues un tratamiento.

–¿Es que es muy habitual padecer depresión dentro de los afectados por TDAH?

Depresión, autocastigo... Hoy sabemos que el suicidio es más alto en personas con ese trastorno y que no se lo tratan. De hecho la tasa se incrementa un 15 por ciento.

–Viéndolo así usted es de los que tuvo mucha suerte.

Sí, y también mucha ayuda. Mi madre estaba convencida de que la música amansaba a las fieras y un día me dijo: «Lo tuyo es la música, así que vas a aprender a tocar algún instrumento». Con 9 años tocaba el piano. Y eso le sirvió a mi hermano Alejandro para jugarse 50 pesetas conmigo a que no me atrevía a pasarme toda una noche practicando. Yo ya tenía 14 años, pero lo hice, eso sí con el pedal que amortigua el sonido apretado para no molestar a los vecinos. Es lo que comentaba. Tienes mucha energía y la puedes emplear en ganarte esas 50 pesetas o en hacer algo que vaya contra las reglas.

–Y llegó a la Universidad y todo cambió, imagino, porque con la carrera no tuvo problemas. ¿Descubrió una fórmula de estudio válida para usted?

Así es. Aprendí a dividirme los temas en secciones, a hacerme resúmenes y esquemas y a organizarme, pero sobre todo me ayudó mucho aceptar que lo que otros compañeros podían aprender en media hora a mí me llevaría una. Pero para mí eso no es un problema porque tengo todo el tiempo del mundo, ya que al sobrarme tanta energía me puedo pasar sentado en el despacho escribiendo ocho o nueve horas. Aprendí a compensar: «Si voy a tardar más necesitaré dedicarle más tiempo a las tareas», pensé. Era el precio que tenía que pagar.

–Emigró muy joven a Estados Unidos para estudiar y al final se quedó a vivir en Nueva York. ¿Se sintió como en casa en la ciudad que nunca duerme?

Tengo que reconocer que Nueva York es una ciudad tolerante y yo me sentí bien nada más llegar. Allí, por ejemplo, yo preguntaba y no esta mal visto. En aquella época en España cada vez que levantaba la mano para preguntar algo en clase me jugaba la autoestima de un mes a no ser que la cuestión que planteara fuera muy inteligente. Allí el profesor siempre encontraba algo positivo en la pregunta que cada uno hiciera y siempre aportaba con su respuesta. Encontré esa aceptación que buscaba.

–Eso a pesar de sus ‘peleas’ con el inglés...

Es verdad, porque yo hablaba inglés muy mal. Había estudiado en Inglaterra, pero mi nivel me servía solo para defenderme. De ahí a tener que manejarlo para ser médico... [Risas] Recuerdo que salí de Madrid en el año 68 y que vino toda mi familia a despedirme a Barajas. Entonces, en una tienda del aeropuerto, encontré un libro que anunciaba: «Aprenda a hablar inglés en un mes». Lo compré y pensé que era mi salvación, pero la realidad fue que tardé dos años en hacerme entender bien.

–Ahora es usted padre de un hijo afectado por el TDAH. Imagino que para él eso ha sido muy positivo.

Mucho. Es muy bueno conocer a gente con tu mismo problema porque ayuda muchísimo. Eso y saber que no eres el único en el mundo. El sentimiento de universalidad es muy terapéutico, por eso funcionan tan bien las asociaciones en las que gente con un mismo problema se reúnen y hablan de sus experiencias.

–Por curiosidad, ¿cuándo perdió el pudor de reconocer que padecía TDAH en público y por qué?

Pues eso es muy reciente. Diría que la primera vez que hable de este tema fue hace 6 años. He de señalar que tampoco me lo preguntaban porque a nadie se le ocurría si había tenido algún problema. Es curioso, pero la gente cuando funcionas piensa que no los tienes. «A este le va muy bien y no ha pasado por eso», piensan. Tampoco me sentía cómodo hablando de mi vida. Pero, como te decía, ha sido recientemente cuando he empezado a ver que quizás reconocer los propios fallos o limitaciones pueda tener un elemento de ayuda sobre todo para otros que piensan que esto no tiene solución.

http://www.ideal.es/almeria/20120927/mas-actualidad/salud/actualidad/llegue-pensar-simplemente-nino-201209270353.html

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