Ayer iba conduciendo hasta mi trabajo, como de costumbre. Escuchando música y saludando a los radares que te controlan y te ponen zancadillas para que no corras. Claro que hay radares que no te ponen zancadillas ni nada. Te ponen sólo una multa. Y te acuerdas de todos los antepasados de quienes los fabricaron. Pero tienen razón. El acelerador no debería dejarse llevar. Pero el acelerador sólo cumple órdenes.
-Si me estás pisando la cabeza todo el rato no te quejes luego...
-Tienes razón...-Respondí yo.
La mañana era muy bonita. Había un sol naranja que tomaba té al limón. Se había comprado unas gafas bifocales y leía un libro. Posiblemente uno que trataba sobre el olimpo.
Las nubes se apartaban bailando una polka y maquillándose los párpados. Con colores pastel que se comían entre ellos. Colores antropófagos. Aritméticos. Anacrónicos. Colores que comían de todo. A quienes la operación bikini no les importaba ni un pepino.
Pepino, que es lo que comen quienes se lanzan a dicha operación. Y es lo que a mí me gusta también. Pero yo no hago operaciones. Las matemáticas se me dieron siempre garrafal. Que le den a los bikinis. Yo me voy a bañar desnuda. O con traje de buzo. O disfrazada de plátano. Ya veré.
Pero no nos desviemos, iba yo así tranquila, sumergida en mis pensamientos cuando de repente, algo se acercó al parabrisas. Pensé que era un meteorito. Pensé que era un mosquito. Pensé que sería un agujero negro convertido en monje budista. Pero no. Era un pájaro que se había estrellado contra mi coche.
Me eché a la derecha aturdida. Y paré para ver qué pasaba. Qué podía hacer por el pobre animal que yacía en la parte delantera de mi vehículo japonés.
El pajarito sólo dijo unas palabras pequeñas. Dijo que era un camicace y que quería alcanzar el paraíso con su suicidio. Que se suicidaba por amor. Que estaba cansado de vivir en un mundo raro. En un mundo agujereado por el insomnio y por las presiones del euribor. Y por la crisis de los concursos de televisión. Que le daba la gana morirse y no se hable más.
Yo tomé al pajarito con mucho cuidado y lo coloqué en una caja mortuoria que llevaba en mi maletero. Siempre llevo cajas mortuorias en mi maletero. Nunca se sabe. Lo enterré al lado de un jaramago. O era una amapola. O una mata de tomates. O un ciprés. La botánica tampoco es lo mío. Volví a subir a mi coche y mi día de trabajo rutinario comenzó. Pero el pajarito revoloteaba en mi cabeza. Alrededor de mis pensamientos. A veces era un pajarito, a veces era una mosca cojonera. No estaba segura.
Cuando me tocó volver a casa lo hice. Al llegar a mi cocina, después de haberme dado una ducha y cambiado de ropa, decidí prepararme una sopa. Cuando el agua estaba en ebullición algo se coló por la ventana. Me asusté. No supe si sería un ángel, una gota de lluvia o un extraterrestre. Pero fue a parar exactamente al agua hirviendo. Era otro pajarito. Empecé a asustarme. Sólo escuché sus últimas palabras: “me suicido en nombre del amor. No te aconsejo que hagas sopa ahora. Cambia el agua. Y no sufras nada porque el agua hirviendo no me afecta. Pero quiero acabar con este desatino. Díselo al mundo.”
Menuda faena. No sólo me quedaba sin sopa sino que tenía que anunciar al mundo la epidemia de pájaros suicidas. ¿Y qué significaba que tuvieran la manía de suicidarse en mi casa o en mis dominios? Intentaban decirme algo. Pero no sabía qué exactamente.
Tomé el cuerpo del animalito con las plumas mojadas y casi cocinadas…y le di correcta sepultura. Tenía una maceta con menta que me regaló mi padre. Le hice un agujerito con una cuchara y metí ahí al animal. Ni que decir tiene que le puse encima un palito de color rosado. Para que se supiera que ahí descansaba infinitamente.
Me hice otra sopa. Pero cerré la ventana por si acaso. Me fui al salón a tomarla viendo las noticias como siempre.
A la mañana siguiente después de levantarme fui a mi terraza a mirar cómo se presentaba el día. Me gusta ver el sol que sale, las primeras luces, respirar el aire nuevo…pero había algo mucho menos bonito. El suelo estaba empedrado con cuerpos de pájaros. Eran de diferentes colores. Violetas, rosados, anaranjados, amarillos…como un arcoiris desparramado fingiendo ser una alfombra. Había una carta. Era un suicidio colectivo. Metí los cuerpecitos en una bolsa para llevarlos a una parte digna pero de repente se evaporaron convirtiéndose en burbujas de colores. Y se lanzaron al cielo.
Me decidí a avisar a todos mis conocidos de lo ocurrido. A todos les había pasado algo así. Formamos un club para encontrarle una solución al problema. Alguien pensó que sería buena idea crear sprays en los que pondríamos antidepresivos. Y elementos que pudieran cambiarles el ánimo a los seres volantes. Podríamos llenar el aire de este antidepresivo para que hiciera efecto sobre los animalitos.
Dicho y hecho. Mezclamos ¾ partes de chocolate, porque dicen que es bueno contra la tristeza y fomenta la actividad sexual. Unas partes de extractos de ostras y aceite de jengibre. Polvo de ginseng. Jalea real. Mantequilla de cacahuete. Medio litro de estrógenos y un cuarto de kilo de andrógenos. Lo metimos en una coctelera de plata que me regaló mi madre. Lo agitamos bien. Lo echamos en los sprays que se repartieron. Cada miembro del grupo salió por su calle. Muy temprano. Nos repartimos la tarea. El aire se impregnaba de todo aquello. Era extremadamente excitante. Pero estábamos de servicio. No podíamos pensar en nada que no fuera convencer a los animales de que cambiaran de opinión. Íbamos a los sitios donde creíamos que estarían. Los árboles, los tejados, los campanarios, las pajarerías, los zoológicos…
Nos pasamos todo un día en la labor de echar aquel producto. Al día siguiente todos los del “club de los pajaritos muertos” que así nos hicimos llamar…esperamos. De madrugada hicimos una “kedada” como los moteros. Pero cada uno en su casa. Delante de las ventanas, con las antenas puestas, con las cámaras dispuestas a tomar cualquier incidencia y comunicarnos entre nosotros.
No se movían los árboles. No se movía el aire. No se movían las ideas. Estábamos al acecho como los gatos en celo. Pero sin expectativas de sexo. Que nadie se llame a equívoco.
Pasados unos minutos de aquel amanecer memorable las cosas comenzaron a vislumbrarse. Los gatos se buscaban sensuales. Los pajaritos revoloteaban contentos haciéndose la corte. Las mariposas se acicalaban las alas inventándose nuevos colores. Las abejas polinizaban frenéticamente las flores una y otra vez. Más que polinizar daba la impresión de que hicieran mantequilla. Las ramas de los árboles se buscaban huecos prohibidos para indagar placeres. Las nubes entreabrían sus orondas piernas ergonómicas en un sensual paseo por los anticiclones quienes no se resistían a entrar y hacerlas gemir.
De repente una lluvia empezó a caer. Era helado de coco. Chorreaba por el pelo, dulce, oloroso, imaginativo, denso…caía por los hombros, lo manchaba todo pero no dejaba huellas. Pero si se te ocurría saborearte, era el helado más rico jamás inventado.
El invento surtió efecto. Los pájaros no querían suicidarse. Deseaban hacer más pajaritos. Todos se querían. Se saludaban. Se besaban. El cobrador del gas besaba al moroso. El moroso besaba al director del banco que no le prestó el dinero. El director del banco besaba a su mujer. La mujer del director besaba al que repartía bombonas de gas. El repartidor besaba a la chica que vendía periódicos. La chica besaba al taxista que le compraba el periódico en huelga por la subida del carburante. La subida del carburante corría a llamar a la puerta de los poderosos para que pararan este desatino. Los poderosos no hacían caso pero se lamían entre ellos completamente enganchados al helado que caía como maná del cielo. La diferencia es que este helado era letal para ellos. Se convertían en calabacines. Y por allí se quedaban. En sus fiestas. En sus aviones privados. En sus yates. Calabacines y más calabacines. Nadie podría seguir costeando carreras políticas de corruptos. Nadie oprimiría al pueblo
-Si me estás pisando la cabeza todo el rato no te quejes luego...
-Tienes razón...-Respondí yo.
La mañana era muy bonita. Había un sol naranja que tomaba té al limón. Se había comprado unas gafas bifocales y leía un libro. Posiblemente uno que trataba sobre el olimpo.
Las nubes se apartaban bailando una polka y maquillándose los párpados. Con colores pastel que se comían entre ellos. Colores antropófagos. Aritméticos. Anacrónicos. Colores que comían de todo. A quienes la operación bikini no les importaba ni un pepino.
Pepino, que es lo que comen quienes se lanzan a dicha operación. Y es lo que a mí me gusta también. Pero yo no hago operaciones. Las matemáticas se me dieron siempre garrafal. Que le den a los bikinis. Yo me voy a bañar desnuda. O con traje de buzo. O disfrazada de plátano. Ya veré.
Pero no nos desviemos, iba yo así tranquila, sumergida en mis pensamientos cuando de repente, algo se acercó al parabrisas. Pensé que era un meteorito. Pensé que era un mosquito. Pensé que sería un agujero negro convertido en monje budista. Pero no. Era un pájaro que se había estrellado contra mi coche.
Me eché a la derecha aturdida. Y paré para ver qué pasaba. Qué podía hacer por el pobre animal que yacía en la parte delantera de mi vehículo japonés.
El pajarito sólo dijo unas palabras pequeñas. Dijo que era un camicace y que quería alcanzar el paraíso con su suicidio. Que se suicidaba por amor. Que estaba cansado de vivir en un mundo raro. En un mundo agujereado por el insomnio y por las presiones del euribor. Y por la crisis de los concursos de televisión. Que le daba la gana morirse y no se hable más.
Yo tomé al pajarito con mucho cuidado y lo coloqué en una caja mortuoria que llevaba en mi maletero. Siempre llevo cajas mortuorias en mi maletero. Nunca se sabe. Lo enterré al lado de un jaramago. O era una amapola. O una mata de tomates. O un ciprés. La botánica tampoco es lo mío. Volví a subir a mi coche y mi día de trabajo rutinario comenzó. Pero el pajarito revoloteaba en mi cabeza. Alrededor de mis pensamientos. A veces era un pajarito, a veces era una mosca cojonera. No estaba segura.
Cuando me tocó volver a casa lo hice. Al llegar a mi cocina, después de haberme dado una ducha y cambiado de ropa, decidí prepararme una sopa. Cuando el agua estaba en ebullición algo se coló por la ventana. Me asusté. No supe si sería un ángel, una gota de lluvia o un extraterrestre. Pero fue a parar exactamente al agua hirviendo. Era otro pajarito. Empecé a asustarme. Sólo escuché sus últimas palabras: “me suicido en nombre del amor. No te aconsejo que hagas sopa ahora. Cambia el agua. Y no sufras nada porque el agua hirviendo no me afecta. Pero quiero acabar con este desatino. Díselo al mundo.”
Menuda faena. No sólo me quedaba sin sopa sino que tenía que anunciar al mundo la epidemia de pájaros suicidas. ¿Y qué significaba que tuvieran la manía de suicidarse en mi casa o en mis dominios? Intentaban decirme algo. Pero no sabía qué exactamente.
Tomé el cuerpo del animalito con las plumas mojadas y casi cocinadas…y le di correcta sepultura. Tenía una maceta con menta que me regaló mi padre. Le hice un agujerito con una cuchara y metí ahí al animal. Ni que decir tiene que le puse encima un palito de color rosado. Para que se supiera que ahí descansaba infinitamente.
Me hice otra sopa. Pero cerré la ventana por si acaso. Me fui al salón a tomarla viendo las noticias como siempre.
A la mañana siguiente después de levantarme fui a mi terraza a mirar cómo se presentaba el día. Me gusta ver el sol que sale, las primeras luces, respirar el aire nuevo…pero había algo mucho menos bonito. El suelo estaba empedrado con cuerpos de pájaros. Eran de diferentes colores. Violetas, rosados, anaranjados, amarillos…como un arcoiris desparramado fingiendo ser una alfombra. Había una carta. Era un suicidio colectivo. Metí los cuerpecitos en una bolsa para llevarlos a una parte digna pero de repente se evaporaron convirtiéndose en burbujas de colores. Y se lanzaron al cielo.
Me decidí a avisar a todos mis conocidos de lo ocurrido. A todos les había pasado algo así. Formamos un club para encontrarle una solución al problema. Alguien pensó que sería buena idea crear sprays en los que pondríamos antidepresivos. Y elementos que pudieran cambiarles el ánimo a los seres volantes. Podríamos llenar el aire de este antidepresivo para que hiciera efecto sobre los animalitos.
Dicho y hecho. Mezclamos ¾ partes de chocolate, porque dicen que es bueno contra la tristeza y fomenta la actividad sexual. Unas partes de extractos de ostras y aceite de jengibre. Polvo de ginseng. Jalea real. Mantequilla de cacahuete. Medio litro de estrógenos y un cuarto de kilo de andrógenos. Lo metimos en una coctelera de plata que me regaló mi madre. Lo agitamos bien. Lo echamos en los sprays que se repartieron. Cada miembro del grupo salió por su calle. Muy temprano. Nos repartimos la tarea. El aire se impregnaba de todo aquello. Era extremadamente excitante. Pero estábamos de servicio. No podíamos pensar en nada que no fuera convencer a los animales de que cambiaran de opinión. Íbamos a los sitios donde creíamos que estarían. Los árboles, los tejados, los campanarios, las pajarerías, los zoológicos…
Nos pasamos todo un día en la labor de echar aquel producto. Al día siguiente todos los del “club de los pajaritos muertos” que así nos hicimos llamar…esperamos. De madrugada hicimos una “kedada” como los moteros. Pero cada uno en su casa. Delante de las ventanas, con las antenas puestas, con las cámaras dispuestas a tomar cualquier incidencia y comunicarnos entre nosotros.
No se movían los árboles. No se movía el aire. No se movían las ideas. Estábamos al acecho como los gatos en celo. Pero sin expectativas de sexo. Que nadie se llame a equívoco.
Pasados unos minutos de aquel amanecer memorable las cosas comenzaron a vislumbrarse. Los gatos se buscaban sensuales. Los pajaritos revoloteaban contentos haciéndose la corte. Las mariposas se acicalaban las alas inventándose nuevos colores. Las abejas polinizaban frenéticamente las flores una y otra vez. Más que polinizar daba la impresión de que hicieran mantequilla. Las ramas de los árboles se buscaban huecos prohibidos para indagar placeres. Las nubes entreabrían sus orondas piernas ergonómicas en un sensual paseo por los anticiclones quienes no se resistían a entrar y hacerlas gemir.
De repente una lluvia empezó a caer. Era helado de coco. Chorreaba por el pelo, dulce, oloroso, imaginativo, denso…caía por los hombros, lo manchaba todo pero no dejaba huellas. Pero si se te ocurría saborearte, era el helado más rico jamás inventado.
El invento surtió efecto. Los pájaros no querían suicidarse. Deseaban hacer más pajaritos. Todos se querían. Se saludaban. Se besaban. El cobrador del gas besaba al moroso. El moroso besaba al director del banco que no le prestó el dinero. El director del banco besaba a su mujer. La mujer del director besaba al que repartía bombonas de gas. El repartidor besaba a la chica que vendía periódicos. La chica besaba al taxista que le compraba el periódico en huelga por la subida del carburante. La subida del carburante corría a llamar a la puerta de los poderosos para que pararan este desatino. Los poderosos no hacían caso pero se lamían entre ellos completamente enganchados al helado que caía como maná del cielo. La diferencia es que este helado era letal para ellos. Se convertían en calabacines. Y por allí se quedaban. En sus fiestas. En sus aviones privados. En sus yates. Calabacines y más calabacines. Nadie podría seguir costeando carreras políticas de corruptos. Nadie oprimiría al pueblo