“Es más fácil recurrir a un aborto clandestino que a uno legal”
Polonia, con una de las leyes más restrictivas de Europa, tiene una tasa oficial de intervenciones del 0,1 por cada mil frente a las 12 de España
Fuera, atornillada a la pared del portal, había una placa dorada en la que se leía un nombre seguido de las palabras “doctor en ginecología”. Monika recuerda que cuando vio el cartel se sintió mejor. Pensó que al menos la dirección parecía buena. Antes de pedir cita en esa consulta, en un barrio de Siedlce (al este de Polonia), había llamado a otros dos o tres médicos. Para tantear. A quienes contestaron en aquellos números de teléfono, que encontró en la sección de clasificados del periódico, no les explicó claramente lo que necesitaba. No podía. “Sabía que lo que estaba haciendo era ilegal. Estaba aterrorizada”, relata. Monika, de 40 años y madre de dos hijos de siete y 12, quería abortar. “Cuando el médico me examinó y me confirmó que estaba embarazada le terminé diciendo algo más claramente que deseaba interrumpirlo. Él me comentó que el ‘tratamiento’ costaría 2.300 zloty (550 euros)”, cuenta. Agita la cabeza, ribeteada de rizos de color rojizo, y se encoge de hombros.
Le cuesta expresarse en inglés, pero va sombreando sus palabras con
imágenes. Cuenta que fue difícil reunir el dinero, una cantidad alta
para una supervisora de supermercado recién separada. Tardó una semana,
pero volvió a la consulta. Otra vez con esa certeza de estar haciendo
algo prohibido. En Polonia, la interrupción del embarazo solo está
permitida si es el resultado de una violación, si la salud de la mujer
corre grave peligro o si existen malformaciones fetales severas. Su
regulación es una de las más estrictas de Europa, y es también el espejo
en el que se podría reflejar España. El anteproyecto de ley aprobado por el Gobierno de Mariano Rajoy
—que suprime el derecho de la mujer a abortar libremente durante las
primeras semanas de gestación— es similar a la norma polaca. Aunque la
futura ley española permite el aborto solo en casos de violación o
riesgo para la salud física o psicológica de la mujer.
En Polonia, no obstante, la regulación es en la práctica mucho más restrictiva que sobre el papel. “Obtener la autorización para someterse a un aborto es enormemente difícil. Incluso si se cumplen los supuestos que marca la ley”, afirma Piotr Kalbarczyk, de la Asociación Polaca de Planificación Familiar. Este país de Europa del Este endureció su ley en 1993 y eliminó la posibilidad de que las mujeres alegaran razones económicas o sociales para abortar; un supuesto amplio para el que no se exigía justificación oficial. Después de esa reforma, la aprobación de un ramillete de regulaciones de prestación de servicios sanitarios y protocolos médicos ha ido sembrando innumerables barreras de acceso a la intervención. Algo que, explica Kalbarczyk, unido a las posiciones conservadoras de gran parte de la comunidad médica y a las fuertes presiones de la Iglesia católica y de los grupos contrarios al aborto, ha creado un cerco en torno a esta prestación sanitaria.
Hoy, solo cinco hospitales en todo el país la realizan —no se permite en las clínicas privadas—. Y en contadísimas ocasiones. En 2012, se registraron oficialmente 757 intervenciones: alrededor de 0,1 por cada mil mujeres en edad fértil. Cifra que contrasta radicalmente con las estadísticas de otros países europeos, como España, con una tasa de 12 por cada mil; y es que con una población solo un poco más numerosa (Polonia tiene unos 39 millones de habitantes) se hicieron unas 112.000 intervenciones en 2012.
“Los obstáculos son tales que, incluso con problemas graves de salud, es más fácil recurrir a un aborto clandestino que a uno legal”, reconoce el ginecólogo Gzregorz Poludniewski. Excepto para los casos de violación, donde se exige la denuncia, la mujer precisa que dos médicos certifiquen que su situación cumple con las premisas legales. Y conseguir esos dictámenes es complicado, apunta el médico. En su consulta, en una clínica cerca de la estación central de Varsovia, Poludniewski recuerda la historia de Alicja Tysiac, una mujer de 33 años, madre de dos hijos y con un serio problema de degeneración de la retina, que solicitó la interrupción del embarazo porque corría riesgo de quedarse ciega. Visito a tres médicos. Ninguno le firmó el documento que autorizaba la intervención y Tysiac no pudo acceder al aborto. Como consecuencia de esto, su salud se deterioró y perdió gran parte de la visión de los dos ojos.
Tysiac recurrió a la justicia. Hasta la última instancia, el Tribunal de Estrasburgo, que consideró que se habían vulnerado claramente sus derechos fundamentales de la mujer. Polonia fue condenada a indemnizarla con 25.000 euros. Tras esto, explica su abogada, Anna Wilkowska, los jueces instaron al Gobierno polaco a establecer mecanismos que garantizaran el acceso a esta prestación. Esa fue la primera condena a Polonia, pero no la última. En 2011, recuerda Johanna Westenson, del Centro para los Derechos Reproductivos, el país fue castigado por dificultar el acceso al aborto a una menor violada.
Pero Hace ya siete años de la sentencia de Tysiac y el Ejecutivo polaco apenas ha aplicado las medidas exigidas. La ley sigue siendo igual de estricta. Una dureza, sin embargo, que lejos de terminar con la interrupción voluntaria del embarazo ha hecho florecer un diverso mercado de servicios subterráneo. Eso sí, solo para aquellas que tienen medios económicos, apunta Anka Grzywauz, de la Federación Polaca para la Mujer y la Planificación Familiar (Federa). “Si tienes dinero, tienes opciones, pero eso no garantiza tampoco una seguridad. Siempre hay un riesgo porque cuando algo es ilegal ¿cómo pedir las credenciales el médico”, dice.
Un aborto clandestino en Polonia, como al que recurrió Monika, puede costar entre 200 y más de 1.000 euros. “O más. Hay médicos que piden una cantidad en función de si creen que la mujer tiene recursos o no”, reconoce un facultativo que prefiere no revelar su nombre. Asegura que él, en su consulta de un barrio de clónicos y deslucidos edificios grises, cobra en torno a 200.
No es excesivamente complicado saber dónde acudir si se conoce cómo buscar. Los médicos anuncian sus servicios en los periódicos y en Internet. Eso sí, con eufemismos. “Hacemos que vuelva tu menstruación”, dicen algunos. “Ginecólogo. Ofrecemos todo tipo de servicios”, invita otro. Tras estas palabras se ocultan clínicas y gabinetes en apartamentos. También un pujante mercado negro de fármacos que se utilizan para interrumpir el embarazo. Un método, asegura el ginecólogo Lech Medard, que ha despuntado en los últimos años. “Es más fácil obtener esas pastillas. Las mujeres simplemente las compran por Internet, pero es una fórmula arriesgada. Primero porque solamente funciona en las primeras semanas de gestación, y segundo porque en realidad no se sabe qué se está tomando y se hace sin control médico”, dice.
Aleksandra las consiguió así. Alta, espigada y muy rubia, da un sorbo a su café negro antes de explicar que abortó con ese método el año pasado. Tiene 33 años, un hijo de diez y un buen puesto en un periódico de la capital. Ha aprovechado su hora de comer para la charla y cuenta en voz baja que encargó las pastillas por Internet tras descubrir que a pesar de la vasectomía de su pareja se había quedado embarazada. Fue a recogerlas en el punto de encuentro de un conocido supermercado del centro. “Allí, una mujer mayor que me estaba esperando me entregó el paquete. Todo fue muy oscuro”, recuerda. Pagó 300 euros por un fármaco que, según investigó después en Internet mirando el compuesto, le hubiera costado alrededor de 50 en Francia.
Se lo tomó y esperó. “Dio resultado, pero como no puedes ir al médico y simplemente pedir que te revise te sientes muy insegura”, remarca. La ley polaca no penaliza a quien aborta —sí a los profesionales que realizan la intervención y también a quien “persuada” a la mujer para que lo haga—, pero podría tener otro tipo de problemas. “No sabes con qué te vas a encontrar... Cómo te van a mirar o si te van a presionar”, cuenta. Así que, durante un viaje a España, fue al médico. “Allí pude hablar con libertad. Las cosas son muy distintas, los médicos te apoyan y no te juzgan. En Polonia vivimos en una sociedad tremendamente cerrada, y no poder hablar de ello normalmente te hace sentir muy culpable. Los políticos y la Iglesia nos criminalizan y nos juzgan constantemente. Dicen que esto solo nos ocurre a un escaso número de mujeres que no sabemos usar preservativos. Es todo falso”, dice.
Aleksandra optó por comprar el fármaco de manera irregular —este tipo de medicamentos no se venden en Polonia— porque no podía permitirse coger los dos o tres días libres que hubiera necesitado para viajar a abortar a alguno de los países vecinos; como hacen otras. Van sobre todo a Eslovaquia, a Alemania —aunque para ello hacen falta más días o un par de visitas porque su ley fija un periodo de reflexión de tres días— o incluso a Austria. En algunos de estos lugares, explica Christian Fiala, director de una clínica vienesa, los centros han contratado a enfermeras o asesoras polacas, y han traducido sus webs para que sean más accesibles.
Esa realidad debajo de la alfombra, como la que han vivido Aleksandra, Monika y tantas otras, mantiene ocultas las cifras reales de abortos. El Gobierno de Donald Tusk (Plataforma Cívica) prefiere no comentar el asunto. No hace declaraciones. Sin embargo, asociaciones como Federa creen que pueden rondar los 100.000 al año; frente a las estimaciones de organizaciones antiabortistas como CitizenGo que hablan de alrededor de 12.000. Pero cómo saberlo. Tampoco se notifican los casos de mujeres que acuden al hospital por algún problema tras una de estas intervenciones clandestinas. “Normalmente, se las atiende y se guarda silencio, como si se tratase de un aborto espontáneo”, remarca Piotr Kalbarczyk.
La diputada Wanda Nowicka, defensora histórica de los derechos reproductivos, relata que se han registrado casos de mujeres que han fallecido porque los médicos se negaron a practicarles un aborto. Sin embargo, matiza que no se puede hablar de un problema grave de salud pública por estas prácticas ilegales, o por las dificultades de acceso legal a la prestación. Aunque sí de problemas relacionados. “En Polonia la grandísima mayoría de los profesionales sanitarios se declara objetor de conciencia para no participar en estas intervenciones. Muchos también aluden a razones éticas para no facilitar tratamientos que puedan dañar al feto”, explica. Federa, que ha monitorizado la ley durante los últimos 30 años, ha recopilado algunos casos, como el de Karina, que murió por una infección generalizada (sepsis) después de que los médicos se negaran a tratarla porque los fármacos, o incluso las pruebas que necesitaba, podían desencadenar un aborto.
La situación, explica el sociólogo Jacek Kucharczyk, analista del Instituto de Asuntos Públicos (un reputado think tank independiente), ha estado varias veces a punto de cambiar. En 1998, se habló de introducir de nuevo el supuesto de aborto por causas sociales, pero el Constitucional tumbó la propuesta. “En 2001, cuando la izquierda llegó al Gobierno aseguró que lo liberalizaría, pero no lo hizo”, apunta Kucharczyk. El país del papa Juan Pablo II, que hizo de su rostro su simbólica bandera, necesitaba el apoyo de la Iglesia para entrar en la UE, recuerda el analista. Y la ley se dejó tal cual.
El debate, sin embargo, nunca se ha aparcado. “Y las posturas de la Iglesia y de los grupos conservadores son cada vez más duras. Como apenas hay un puñado de médicos procesados por los abortos, han dado algunos pasos para que también se pueda procesar a las mujeres”, remarca Kucharczyk. No es la única iniciativa. Varias asociaciones contrarias al antiaborto, como CitizenGo, han puesto el foco ahora en prohibir las intervenciones por malformación fetal; un supuesto bajo el que se realizan el 90% de las intervenciones en Polonia.
“No es justo terminar con la vida de un ser humano por estar enfermo. Eso atenta contra la dignidad de las personas. Es muy cruel, es eugenesia”, dice Magdalena Korzekwa, responsable de la campaña en Polonia de la organización internacional CitizenGo. “La dignidad de todo ser humano es inviolable, y por tanto hay que proteger su vida. Pero no a costa de la de otro. El aborto no es en absoluto una solución”, insiste. Asegura también que ha aumentado el número de ciudadanos que está en contra del aborto. Las encuestas del centro de sondeos CBOS revelan que el 71% de los polacos apoya que se permitan las intervenciones si existe riesgo para la salud de la mujer. El 61% considera adecuado que sean legales en casos de anomalía fetal. En la encuesta, de 2012, solo un 16% se manifestó favorable al aborto por razones económicas o sociales, o porque la mujer no desee ser madre.
Sylwia, de 26 años, sostiene que los resultados de esos sondeos no reflejan la realidad en toda su magnitud. Cree que Polonia debería liberalizar su ley para asimilarse a la de la mayoría de la UE. Ella abortó en Viena, pero explica que no conoce a nadie más que haya interrumpido su embarazo. “O mejor dicho, que admita haberlo hecho. La sociedad es muy hipócrita”, matiza en un inglés perfecto. Ella solo se lo ha contado a su madre: “Las mujeres lo mantienen en silencio y deciden callar para toda la vida porque la presión emocional que sufrimos es enorme. Sin embargo, si no se empieza a hablar del tema nunca lograremos el cambio”.
En Polonia, no obstante, la regulación es en la práctica mucho más restrictiva que sobre el papel. “Obtener la autorización para someterse a un aborto es enormemente difícil. Incluso si se cumplen los supuestos que marca la ley”, afirma Piotr Kalbarczyk, de la Asociación Polaca de Planificación Familiar. Este país de Europa del Este endureció su ley en 1993 y eliminó la posibilidad de que las mujeres alegaran razones económicas o sociales para abortar; un supuesto amplio para el que no se exigía justificación oficial. Después de esa reforma, la aprobación de un ramillete de regulaciones de prestación de servicios sanitarios y protocolos médicos ha ido sembrando innumerables barreras de acceso a la intervención. Algo que, explica Kalbarczyk, unido a las posiciones conservadoras de gran parte de la comunidad médica y a las fuertes presiones de la Iglesia católica y de los grupos contrarios al aborto, ha creado un cerco en torno a esta prestación sanitaria.
Hoy, solo cinco hospitales en todo el país la realizan —no se permite en las clínicas privadas—. Y en contadísimas ocasiones. En 2012, se registraron oficialmente 757 intervenciones: alrededor de 0,1 por cada mil mujeres en edad fértil. Cifra que contrasta radicalmente con las estadísticas de otros países europeos, como España, con una tasa de 12 por cada mil; y es que con una población solo un poco más numerosa (Polonia tiene unos 39 millones de habitantes) se hicieron unas 112.000 intervenciones en 2012.
“Los obstáculos son tales que, incluso con problemas graves de salud, es más fácil recurrir a un aborto clandestino que a uno legal”, reconoce el ginecólogo Gzregorz Poludniewski. Excepto para los casos de violación, donde se exige la denuncia, la mujer precisa que dos médicos certifiquen que su situación cumple con las premisas legales. Y conseguir esos dictámenes es complicado, apunta el médico. En su consulta, en una clínica cerca de la estación central de Varsovia, Poludniewski recuerda la historia de Alicja Tysiac, una mujer de 33 años, madre de dos hijos y con un serio problema de degeneración de la retina, que solicitó la interrupción del embarazo porque corría riesgo de quedarse ciega. Visito a tres médicos. Ninguno le firmó el documento que autorizaba la intervención y Tysiac no pudo acceder al aborto. Como consecuencia de esto, su salud se deterioró y perdió gran parte de la visión de los dos ojos.
Tysiac recurrió a la justicia. Hasta la última instancia, el Tribunal de Estrasburgo, que consideró que se habían vulnerado claramente sus derechos fundamentales de la mujer. Polonia fue condenada a indemnizarla con 25.000 euros. Tras esto, explica su abogada, Anna Wilkowska, los jueces instaron al Gobierno polaco a establecer mecanismos que garantizaran el acceso a esta prestación. Esa fue la primera condena a Polonia, pero no la última. En 2011, recuerda Johanna Westenson, del Centro para los Derechos Reproductivos, el país fue castigado por dificultar el acceso al aborto a una menor violada.
Pero Hace ya siete años de la sentencia de Tysiac y el Ejecutivo polaco apenas ha aplicado las medidas exigidas. La ley sigue siendo igual de estricta. Una dureza, sin embargo, que lejos de terminar con la interrupción voluntaria del embarazo ha hecho florecer un diverso mercado de servicios subterráneo. Eso sí, solo para aquellas que tienen medios económicos, apunta Anka Grzywauz, de la Federación Polaca para la Mujer y la Planificación Familiar (Federa). “Si tienes dinero, tienes opciones, pero eso no garantiza tampoco una seguridad. Siempre hay un riesgo porque cuando algo es ilegal ¿cómo pedir las credenciales el médico”, dice.
Un aborto clandestino en Polonia, como al que recurrió Monika, puede costar entre 200 y más de 1.000 euros. “O más. Hay médicos que piden una cantidad en función de si creen que la mujer tiene recursos o no”, reconoce un facultativo que prefiere no revelar su nombre. Asegura que él, en su consulta de un barrio de clónicos y deslucidos edificios grises, cobra en torno a 200.
No es excesivamente complicado saber dónde acudir si se conoce cómo buscar. Los médicos anuncian sus servicios en los periódicos y en Internet. Eso sí, con eufemismos. “Hacemos que vuelva tu menstruación”, dicen algunos. “Ginecólogo. Ofrecemos todo tipo de servicios”, invita otro. Tras estas palabras se ocultan clínicas y gabinetes en apartamentos. También un pujante mercado negro de fármacos que se utilizan para interrumpir el embarazo. Un método, asegura el ginecólogo Lech Medard, que ha despuntado en los últimos años. “Es más fácil obtener esas pastillas. Las mujeres simplemente las compran por Internet, pero es una fórmula arriesgada. Primero porque solamente funciona en las primeras semanas de gestación, y segundo porque en realidad no se sabe qué se está tomando y se hace sin control médico”, dice.
Aleksandra las consiguió así. Alta, espigada y muy rubia, da un sorbo a su café negro antes de explicar que abortó con ese método el año pasado. Tiene 33 años, un hijo de diez y un buen puesto en un periódico de la capital. Ha aprovechado su hora de comer para la charla y cuenta en voz baja que encargó las pastillas por Internet tras descubrir que a pesar de la vasectomía de su pareja se había quedado embarazada. Fue a recogerlas en el punto de encuentro de un conocido supermercado del centro. “Allí, una mujer mayor que me estaba esperando me entregó el paquete. Todo fue muy oscuro”, recuerda. Pagó 300 euros por un fármaco que, según investigó después en Internet mirando el compuesto, le hubiera costado alrededor de 50 en Francia.
Se lo tomó y esperó. “Dio resultado, pero como no puedes ir al médico y simplemente pedir que te revise te sientes muy insegura”, remarca. La ley polaca no penaliza a quien aborta —sí a los profesionales que realizan la intervención y también a quien “persuada” a la mujer para que lo haga—, pero podría tener otro tipo de problemas. “No sabes con qué te vas a encontrar... Cómo te van a mirar o si te van a presionar”, cuenta. Así que, durante un viaje a España, fue al médico. “Allí pude hablar con libertad. Las cosas son muy distintas, los médicos te apoyan y no te juzgan. En Polonia vivimos en una sociedad tremendamente cerrada, y no poder hablar de ello normalmente te hace sentir muy culpable. Los políticos y la Iglesia nos criminalizan y nos juzgan constantemente. Dicen que esto solo nos ocurre a un escaso número de mujeres que no sabemos usar preservativos. Es todo falso”, dice.
Aleksandra optó por comprar el fármaco de manera irregular —este tipo de medicamentos no se venden en Polonia— porque no podía permitirse coger los dos o tres días libres que hubiera necesitado para viajar a abortar a alguno de los países vecinos; como hacen otras. Van sobre todo a Eslovaquia, a Alemania —aunque para ello hacen falta más días o un par de visitas porque su ley fija un periodo de reflexión de tres días— o incluso a Austria. En algunos de estos lugares, explica Christian Fiala, director de una clínica vienesa, los centros han contratado a enfermeras o asesoras polacas, y han traducido sus webs para que sean más accesibles.
Esa realidad debajo de la alfombra, como la que han vivido Aleksandra, Monika y tantas otras, mantiene ocultas las cifras reales de abortos. El Gobierno de Donald Tusk (Plataforma Cívica) prefiere no comentar el asunto. No hace declaraciones. Sin embargo, asociaciones como Federa creen que pueden rondar los 100.000 al año; frente a las estimaciones de organizaciones antiabortistas como CitizenGo que hablan de alrededor de 12.000. Pero cómo saberlo. Tampoco se notifican los casos de mujeres que acuden al hospital por algún problema tras una de estas intervenciones clandestinas. “Normalmente, se las atiende y se guarda silencio, como si se tratase de un aborto espontáneo”, remarca Piotr Kalbarczyk.
La diputada Wanda Nowicka, defensora histórica de los derechos reproductivos, relata que se han registrado casos de mujeres que han fallecido porque los médicos se negaron a practicarles un aborto. Sin embargo, matiza que no se puede hablar de un problema grave de salud pública por estas prácticas ilegales, o por las dificultades de acceso legal a la prestación. Aunque sí de problemas relacionados. “En Polonia la grandísima mayoría de los profesionales sanitarios se declara objetor de conciencia para no participar en estas intervenciones. Muchos también aluden a razones éticas para no facilitar tratamientos que puedan dañar al feto”, explica. Federa, que ha monitorizado la ley durante los últimos 30 años, ha recopilado algunos casos, como el de Karina, que murió por una infección generalizada (sepsis) después de que los médicos se negaran a tratarla porque los fármacos, o incluso las pruebas que necesitaba, podían desencadenar un aborto.
La situación, explica el sociólogo Jacek Kucharczyk, analista del Instituto de Asuntos Públicos (un reputado think tank independiente), ha estado varias veces a punto de cambiar. En 1998, se habló de introducir de nuevo el supuesto de aborto por causas sociales, pero el Constitucional tumbó la propuesta. “En 2001, cuando la izquierda llegó al Gobierno aseguró que lo liberalizaría, pero no lo hizo”, apunta Kucharczyk. El país del papa Juan Pablo II, que hizo de su rostro su simbólica bandera, necesitaba el apoyo de la Iglesia para entrar en la UE, recuerda el analista. Y la ley se dejó tal cual.
El debate, sin embargo, nunca se ha aparcado. “Y las posturas de la Iglesia y de los grupos conservadores son cada vez más duras. Como apenas hay un puñado de médicos procesados por los abortos, han dado algunos pasos para que también se pueda procesar a las mujeres”, remarca Kucharczyk. No es la única iniciativa. Varias asociaciones contrarias al antiaborto, como CitizenGo, han puesto el foco ahora en prohibir las intervenciones por malformación fetal; un supuesto bajo el que se realizan el 90% de las intervenciones en Polonia.
“No es justo terminar con la vida de un ser humano por estar enfermo. Eso atenta contra la dignidad de las personas. Es muy cruel, es eugenesia”, dice Magdalena Korzekwa, responsable de la campaña en Polonia de la organización internacional CitizenGo. “La dignidad de todo ser humano es inviolable, y por tanto hay que proteger su vida. Pero no a costa de la de otro. El aborto no es en absoluto una solución”, insiste. Asegura también que ha aumentado el número de ciudadanos que está en contra del aborto. Las encuestas del centro de sondeos CBOS revelan que el 71% de los polacos apoya que se permitan las intervenciones si existe riesgo para la salud de la mujer. El 61% considera adecuado que sean legales en casos de anomalía fetal. En la encuesta, de 2012, solo un 16% se manifestó favorable al aborto por razones económicas o sociales, o porque la mujer no desee ser madre.
Sylwia, de 26 años, sostiene que los resultados de esos sondeos no reflejan la realidad en toda su magnitud. Cree que Polonia debería liberalizar su ley para asimilarse a la de la mayoría de la UE. Ella abortó en Viena, pero explica que no conoce a nadie más que haya interrumpido su embarazo. “O mejor dicho, que admita haberlo hecho. La sociedad es muy hipócrita”, matiza en un inglés perfecto. Ella solo se lo ha contado a su madre: “Las mujeres lo mantienen en silencio y deciden callar para toda la vida porque la presión emocional que sufrimos es enorme. Sin embargo, si no se empieza a hablar del tema nunca lograremos el cambio”.
http://elpais.com/elpais/2014/03/07/planeta_futuro/1394219613_627814.html
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