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domingo, 16 de octubre de 2011

LA VIDA DE LAS CABEZAS CORTADAS

Si Guillotin levantara la cabeza seguramente la escondería por temor a convertirse en protagonista de algunos de los escalofriantes ensayos que se realizaron como consecuencia de su terrible idea de decapitar a todos los condenados a muerte en la Francia del siglo XVIII. La curiosidad humana quería comprobar qué ocurría tras separar la cabeza de un ser humano, quería saber si esta era capaz de conservar la consciencia...
Durante un debate sobre la pena de muerte celebrado el 10 de octubre de 1789 en la Asamblea Constituyente de París, el médico Joseph-Ignace Guillotin propuso que todos los condenados a muerte fueran decapitados. Guillotin consideraba injusto que en aquellos momentos la decapitación estuviera reservada en Francia únicamente para los miembros de la nobleza (se suponía que era el mejor método de ejecución) y que el resto de los ajusticiados fueran ahorcados y, generalmente, expuestos para que los pájaros se comieran sus cadáveres. Su intención era igualar a todos los ciudadanos ante la ley y construir una máquina de decapitar infalible que llevara a cabo su función en un instante y no hiciera sufrir al reo más de lo necesario, pues para que la decapitación mediante espada o hacha no se convirtiera en una espantosa carnicería era necesario que el verdugo fuera un experto en esta técnica y que el condenado se encontrara muy firme, lo que, evidentemente, no siempre ocurría. De hecho, la historia ofrece numerosos ejemplos de verdugos torpes que sometieron a sus víctimas a una horrible agonía tras repetidos y dolorosos intentos.
María Estuardo, reina de Escocia, decapitada el 8 de febrero de 1587, y Robert Devereux, segundo conde de Essex, ejecutado el 25 de febrero de 1601, recibieron cada uno tres golpes de hacha y Margaret Pole, octava condesa de Salisbury, sufrió el 27 de mayo de 1541 nada más y nada menos que ¡once hachazos! hasta que su cabeza quedó separada de su cuerpo.
La máquina de decapitar
El asunto fue consultado con el doctor Antoine Louis, secretario de la Academia de Cirugía. El 20 de marzo de 1792, siguiendo las recomendaciones del doctor, la Asamblea aprobó la construcción de la máquina de decapitar, que se encargó a Tobias Schmidt, un ingeniero alemán que se dedicaba a construir instrumentos musicales. En los convulsos días de la Revolución Francesa la guillotina pasó de ser un instrumento de justicia a convertirse en uno de represión política o de ajuste de antiguas cuentas. Se estima que 2.500 personas fueron guillotinadas en París (2.217 durante los últimos cinco meses del reino del Terror de Robespierre), aunque el número total en Francia pudo acercarse fácilmente a 30.000. Contrariamente a lo que se piensa, Guillotin no murió en la guillotina, sino que dejó este mundo el 26 de marzo de 1814 en su domicilio, con la cabeza firmemente unida a su cuello, a causa de un carbunco en el hombro, lamentando hasta el último momento que su loable idea de una muerte rápida e indolora acabara cobrándose la vida de tantos inocentes y que su nombre pasara a la historia como el inventor de tan infame máquina de matar. De hecho, sus familiares y descendientes estuvieron durante décadas solicitando que se cambiara el nombre al instrumento hasta que, hartos del asunto, fueron ellos quienes modificaron su apellido.
Además, probablemente Guillotin estaba equivocado al afirmar que la máquina de decapitar aseguraba la falta de sufrimiento del reo, porque ¿no es el mayor de los sufrimientos que la cabeza cortada sea consciente durante unos atroces segundos de lo que le ha ocurrido, que contemple su propio cuerpo mientras se desangra o a la multitud increpándola mientras el verdugo la muestra cogida del cabello? ¿Hay peor sufrimiento que sobrevivir a un cuerpo despegado?
Y es que la guillotina separa el tronco de la cabeza sin lesionar directamente el asiento de la consciencia, el cerebro, donde terminan los sentidos de la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Este órgano esencial del Yo queda intacto tras la decapitación y, a pesar de que la falta de suministro de sangre provoca la muerte de las neuronas, esta no se produce instantáneamente, sino que el cerebro cuenta con las suficientes reservas de oxígeno como para ser consciente durante algunos segundos. Así, tras una parada cardiaca se tarda cuatro segundos en perder el conocimiento si la persona está de pie, ocho si está sentada y doce si está tumbada. Estas diferencias reflejan la acción de la gravedad, que provoca que la sangre del cerebro se drene en mucho menos tiempo si la persona está de pie. Así, en el caso de los guillotinados (cuyos cuerpos permanecían tumbados hasta el fatal golpe), no es descabellado pensar que durante algunos interminables y espantosos segundos de indescriptible horror las cabezas eran capaces de ver, de oír y de sentir todo lo que acontecía alrededor y los reos eran plenamente conscientes de lo que les había ocurrido y poseían la inconcebible y paradójica consciencia de su propia muerte.
Historias de cabezas cortadas
En la Francia revolucionaria corrieron espantosas historias acerca de la vida de las cabezas cortadas. El verdugo de París entre 1778 y 1795, Charles Henri Sanson, contó en sus memorias que el 17 de julio de 1793, tras la ejecución de la joven asesina de Marat, Charlotte Corday, un carpintero que había trabajado todo el día en las reparaciones de la guillotina llamado François Legros cogió su cabeza, la enseñó al pueblo y le propinó una bofetada, tras lo cual la cabeza se sonrojó, mostrando un inconfundible gesto de indignación.
También se dijo que cuando las cabezas de dos rivales de la Asamblea Nacional fueron colocadas en el mismo saco, una de ellas mordió a la otra con tanta fuerza que fue imposible separarlas.
La cuestión comenzó a preocupar a médicos y científicos como el famoso Antoine Lavoisier. Como último servicio a la ciencia, el célebre químico dio instrucciones a sus ayudantes para que observaran su cabeza después de ser guillotinado el 8 de mayo de 1794, pues era su intención parpadear mientras mantuviera la consciencia, cosa que hizo durante nada más y nada menos que 20 segundos. En 1795 el diario Paris Moniteur publicó una carta del célebre anatomista alemán Soemmering, dirigida a su colega Charles Ernest Oelsner y titulada Sur le supplice de la guillotine, en la que le decía estar convencido de la persistencia de la consciencia en las cabezas separadas de sus cuerpos y de que “si siguiera circulando el aire por sus órganos vocales, esas cabezas hablarían”. Añadía que le importaba poco, “para juzgar lo horrible de esto, saber si dura algunos segundos o una hora entera”.
Después de experimentar con las cabezas de animales decapitados, el doctor Jean-Joseph Sue dejó expresado ese mismo parecer en Opinion du Chirurgien Sue, Professeur de Médecine et de Botanique sur le supplice de la guillotine et sur la doleur qui survit à la décollation. Contra semejante idea se alzaron autores como Cabanis, Gasteiller, Petit o Sédillot, que defendieron la guillotina argumentando que el ejecutado ya estaba muerto –antes de que rodara su cabeza– desde el mismo instante en el que la cuchilla golpeaba con su enorme contundencia la médula y el bulbo raquídeo antes de cortarlos y que las expresiones faciales, los parpadeos y los movimientos oculares y de los labios eran simples reflejos en los que no intervenía la consciencia. Sin embargo, en 1804 Giuseppe Mojon experimentó con varias cabezas y llegó a la conclusión de que cerraban los ojos si se las exponía a la luz solar, que si se les pinchaba la lengua con una aguja la retraían inmediatamente con un gesto de dolor y que si se les hablaba, los ojos se movían hacía el lado de donde procedía la voz.
http://www.masalladelaciencia.es/reportajes/reportajes/236-la-vida-secreta-de-las-cabezas-cortadas-experimentos-y-horrores-con-decapitados

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