Los pobres y los débiles protagonistas de la civilización de amorAl repasar desde la distancia lo que ha sido la JMJ en Madrid, se entremezclan en mí muchas experiencias y sentimientos fruto de casi tres años implicado en la organización de la misma.
Es cierto que, especialmente el último año, que ha sido el más intenso, mi indignación ha sido muy grande por muchos motivos. La instrumentalización de un evento eclesial de esta magnitud que han hecho las grandes multinacionales omnipresentes como patrocinadoras en camisetas, mochilas, etc. Lo peor, desde mi punto de vista, fue la dependencia de la banca, especialmente del Banco de Santander que ha controlado las bases de datos de inscripciones y voluntariossometiendo a toda la organización a sus criterios y directrices creando no pocos problemas.
Por otro lado, la organización tan jerarquizada y sectorizada que se puso en funcionamiento dificultaba enormemente la comunicación, la información, la toma de decisiones, el trabajo en equipo, dependiendo siempre de las decisiones que se tomaran desde arriba. Y tantas y tantas dificultades que nos hemos ido encontrando en el camino. Además, pensaba yo con frecuencia, todo esto para que los jóvenes vengan a Madrid en plan turismo, a pasarlo bien, a complicarnos la vida…
Pero he constatado como Dios hace su obra a pesar nuestro. Ha sido admirable el sacrificio y la entrega de miles de voluntarios que, en situaciones sumamente difíciles muchas veces, han dado un hermoso testimonio de fe, de entrega sacrificada, de alegría. ¡Qué gran potencial humano tenemos en la Iglesia! He tenido la oportunidad de colaborar en la organización de estas jornadas desde la sección que se encargaba de preparar la acogida y participación de los jóvenes con discapacidad y enfermos. Los testimonios de entrega, vividos con alegría y entusiasmo, que he tenido ocasión de conocer allí son numerosos. La experiencia de eclesialidad vivida estos meses ha sido tremenda con personas pertenecientes a diversos movimientos, comunidades, parroquias… que superando todo tipo de prejuicios e ideas preconcebidas hemos sabido trabajar codo con codo, uniendo esfuerzos, sacrificio, compartiendo la fe y poniendo la mirada en las personas a las que servíamos y en las que intentábamos reconocer al mismo Cristo. Ello ha tenido una fuerza de comunión tremenda.
Muchas personas con discapacidad han sido protagonistas de este evento desde el comienzo de su preparación, como esa chica de Frater, sin movilidad en sus brazos, que era la secretaria de la sección de discapacidad, elaborando las actas con los pies y enviándolas a todos con un formato y diseños que no sabíamos realizar muchos de los que tecleamos el ordenador con las manos. O aquella otra persona ciega que venía sola desde Jaén cada mes para preparar la acogida de todos los peregrinos con discapacidad visual, exponiéndose a todo tipo de peligros y dificultades, como el día que le robaron el ordenador que llevaba en la maleta mientras comía esperando el comienzo de la reunión. Y que decir de aquel otro joven con una discapacidad intelectual que siempre estaba disponible para hacer unas fotocopias o lo que se le pidiera, con una madre que se pasó muchas noches completas en la sede asignando alojamiento a los peregrinos. Y así podríamos hablar de muchas más personas. Todos ellos han hecho posible la JMJ y han demostrado una vez más que la mayor fuente de riqueza está en el trabajo gratuito y en la solidaridad, pese a nuestros temores de cómo se podía financiar esto.
Pero lo que más me sorprendió todavía fue el testimonio de fe y alegría de tantos peregrinos. Casi dos millones de 193 países. Impresionante la universalidad de la Iglesia y de una fe encarnada en países, lenguas y culturas tan distintas. Una Iglesia joven y misionera pese al envejecimiento de muchas de nuestras comunidades cristianas. Miles de ellos vinieron de países empobrecidos de Asia, África, América. Peregrinos que habían estado durante meses y años trabajando para pagarse el viaje y la inscripción. Un joven sordo contactó con nosotros desde Singapur muchos meses antes de comenzar la JMJ. Quería venir a Madrid. No sabía de nadie que viniera de su tierra. Tenía que venir solo. No tenía dinero. Ni visado. Las dificultades para salir de China eran grandes y los trámites burocráticos enormes. Su familia se oponía al viaje pensando en todos los peligros a los que se enfrentaba viniendo solo. Cuando contactó con nosotros y nos contó su caso pensábamos que era imposible que llegara a Madrid. Cual fue nuestra sorpresa cuando dos o tres semanas antes de comenzar la JMJ nos envía otro correo con el número de vuelo, el día y la hora de llegada para que fuéramos a buscarle. Había conseguido los 900 euros que le costó el viaje, pagar la inscripción, el visado, convencer a su familia. Su fe y sus ganas de venir a Madrid habían superado todas las dificultades. Por supuesto, había varios voluntarios esperándole en el aeropuerto. El siempre con una sonrisa en los labios. La comunicación no era fácil pues no oía casi nada ni sabía lengua de signos, sólo inglés por escrito, pero su expresión comunicaba más que muchas palabras: estaba sumamente feliz de haber logrado su objetivo y participar en la JMJ.
El ambiente de la JMJ fue radicalmente diferente al que me imaginaba. Largas colas de jóvenes esperando para celebrar el sacramento de la reconciliación en los confesionarios instalados en el Parque del Retiro, con sacerdotes que estaban hasta 12 horas confesando. Los lugares donde se exponía el Santísimo llenos a tope con gente esperando para entrar, como en el Seminario o en la Carpa de la Adoración de las Misioneras de la Caridad en el Retiro. Los lugares de las catequesis con cientos de jóvenes que escuchaban atentamente las catequesis de los obispos, participaban con preguntas, preparaban y celebraban la eucaristía. En varios lugares se tuvo que buscar un espacio más grande porque la asistencia de peregrinos desbordaba todas las previsiones. El orden y respeto en los actos y en los alojamientos sin incidencias nocturnas. La actitud de colaboración en la limpieza, en el silencio. La actitud de acogida y la convivencia. La alegría y capacidad de sacrificio para asumir las altas temperaturas, la tormenta de Cuatro Vientos, las esperas.
Los empobrecidos y los débiles, la mayor parte de la Iglesia católica, estuvieron permanentemente presentes en la JMJ. Algunos físicamente como los miles de jóvenes que asistieron de países empobrecidos o los más de 5.000 jóvenes con discapacidad de 14 países de los cinco continentes. Otros en el impactante vía crucis donde se tuvo presente a todas las personas que sufren: los parados, los niños explotados, los enfermos, los discapacitados, los perseguidos a causa de su fe, los empobrecidos. Otros en el entrañable encuentro que el Santo Padre tuvo con personas con discapacidad y enfermos en la Fundación San José y tantos otros que estaban unidos a la JMJ en la oración y ofreciendo su dolor y sufrimiento por los frutos apostólicos de este encuentro. Todos ellos hicieron realidad la llamada de Benedicto XVI a ser protagonistas de la civilización del amor.
Los frutos apostólicos indudablemente serán muchos. Algunos ya son realidad: jóvenes que quieren entregar su vida a Dios en el sacerdocio o en la vida religiosa, noviazgos cristianos, personas que han tenido un encuentro personal con Dios y se comprometen más seriamente en la Iglesia buscando su lugar en movimientos, parroquias, asociaciones. Y tantos otros frutos que veremos a medio y largo plazo.
Termino con las palabras de despedida del Santo Padre en el aeropuerto: Estoy convencido de que, animados por la fe en Cristo, los jóvenes aportarán lo mejor de sí mismos para que este gran país afronte los desafíos de la hora presente y continúe avanzando por los caminos de la concordia, la solidaridad y la libertad.
Autor: - Fecha: 2011-11-18
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