Cásate, sé sumisa, y ya verás como no te matan
Dicen que las víctimas de violencia machista sufren
una merma considerable de su autoestima y suelen desnaturalizar la
violencia de la que son objeto. Se avergüenzan y hasta se sienten
culpables del maltrato que padecen. La soledad y el aislamiento
al que se ven sometidas las bloquean emocionalmente y las inmovilizan.
Eva, la mujer que ha muerto en Torremolinos, víctima de esta lacra,
había denunciado a dos de sus parejas por malos tratos (en 2004 y en
2011) y formaba parte de un programa de seguimiento policial por este
motivo. No denunció, sin embargo, a su presunto homicida, que había sido
denunciado por otra chica y sobre el que recaía una orden de
alejamiento.
Resulta extraño. Maltratadores y
víctimas parecen encontrarse y reencontrarse en una especie de carrusel
infernal sin respiro ni salida. Serán muchas las voces que recriminen a
Eva el no haber denunciado, y no pocas las que se atrevan a señalar su
historial de maltrato como una posible muestra de ciertas patologías
personales. Pero, lamentablemente, la muerte de Eva, como la de muchas
otras, no puede leerse de este modo. Son demasiados casos y hay ya
demasiados estudios como para
seguir revictimizando a base de insistir en la responsabilidad de la
víctima. La violencia machista es un signo de la opresión estructural
que sufren las mujeres por el solo hecho de serlo; una opresión que
funciona gracias a autores, cómplices y encubridores, y que la gente se
empeña en desconectar de los casos particulares. Como si tales casos
fueran únicamente desviaciones excepcionales en un mundo perfectamente
igualitario.
Y como anómalas desviaciones debe entenderlos, sin duda, el arzobispado de Granada, que, en una broma de mal gusto, ha lanzado desde su editorial, Nuevo Inicio, la publicación de un libro que lleva por título Cásate y sé sumisa
(de Constanza Miriano) y en el que, según parece, se defiende la
obediencia disciplinada, leal y generosa, de la esposa a su marido. Un
panfleto para esclavas que escribe una madre católica, casada y feliz, y que el arzobispo, Javier Martínez, considera muy interesante desde el punto de vista cristiano.
El Sr. Martínez pensará, seguramente, que si las mujeres se casaran
como Dios manda, fueran madres adocenadas, esposas serviles y utilizaran
la cabeza para poco más que para separar las orejas, la violencia
machista sería completamente marginal. Y sí, ciertamente, una vez
asumida la sumisión, la relación de pareja debe de ser un camino de
rosas, especialmente, para el varón con pretensiones. Tristemente,
vuelve y revuelve la mística de la feminidad que, en su momento, analizó
magistralmente Betty Friedan. Ya puestos, el arzobispado podría haberse
animado a reeditar aquellos manuales de la buena esposa que se
difundían entre las mujeres burguesas (potencialmente subversivas) en la
década de los sesenta. Vean qué ilustrativos eran. Seguro que estos
seres infantilizados estaban llamados a la felicidad así en el cielo
como en la tierra.
Qué dulzura, ¿no? En efecto, la
formación de esclavas en y para el Señor ha sido siempre uno de los más
soberbios objetivos de la educación religiosa, antaño apoyados también,
como vemos, por un Estado
sacrosanto que siempre amenaza con volver. La Iglesia ha contribuido
con entusiasmo a la normalización de las relaciones amorosas marcadas
por el sometimiento y la dependencia de las mujeres. En estas
relaciones, la dominación psicológica, económica y sexual del marido
sobre la mujer es un signo de estabilidad, amor verdadero y proyecto en
común, de modo que sólo las agresiones físicas pueden considerarse
violencia. La "violencia habitual" que sufren las mujeres se oculta tras
la estandarización del control y el poder del varón, de un modo tal que
ellas no llegan siquiera a identificar el riesgo. Animales cuya
domesticación consiste en interiorizar el dolor y en desactivar las
alarmas para que finalmente el temor y el miedo ya no puedan salvarles.
Es tremendo pensar la forma en la que la Iglesia puede llegar a manejar
estos mitos del patriarcado en sus escuelas
subvencionadas, y la manera en la que nuestro (des)Gobierno puede llegar
a normalizar el sexismo, el machismo y la misoginia introduciendo la
religión católica como un mecanismo de adoctrinamiento en los programas escolares.
Por supuesto, lo demás tampoco ayuda. Son multitud los mensajes
sociales y familiares que animan a las mujeres a gestionar de forma
privada sus "conflictos de pareja" y que las socializan en la asunción
de la violencia psicológica, el control y los celos, como ingredientes
habituales del auténtico amor. No hay más que leer un par de cuentos
infantiles para constatarlo. Desde
bien pequeñas, las niñas se debaten entre figuras femeninas
debilitadas, malvadas madrastras, madres ausentes o muertas, padres
protectores y novios salvadores. La figura del varón emerge heroica para
rescatarlas de la vida animal e inconsciente que representa para ellas
el sueño eterno, y a la que, obviamente, están llamadas por naturaleza.
Después casi nunca pasa nada. Se casan, tienen hijos, son felices y
comen perdices. El resto, ya se sabe, consiste sólo en "coser y cantar" a
perpetuidad y, sobre todo, en no salirse del guión. Y es que la pena,
como ven, puede ser muy severa.
http://www.eldiario.es/zonacritica/Casate-sumisa-veras-matan_6_196740337.html
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