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lunes, 16 de febrero de 2015

La mala sombra de Grey



La mala sombra de Grey
Hora y media antes del pase en la Berlinale de «Cincuenta sombras de Grey», la cola anunciaba aforo completo. Ni rueda de Prensa ni entrevistas: la película llegaba al festival con el cinturón de castidad puesto. En estos casos, los periodistas estamos más atados de pies y manos que la mismísima Anastasia Steele. El secretismo con que se ha envuelto esta caja de bombones billonaria hacía pensar que la productora no quería alentar reacciones negativas en las redes sociales antes de tiempo, aunque el club de fans de la saga de E.L. James está más que predispuesta a recibir con gemidos de placer la adaptación de Sam Taylor-Johnson. O no, pero la magnitud mediática de este «coitus interruptus» supera cualquier crítica. En realidad, todo el pescado está vendido. Dos horas después, la sensación de vergüenza ajena es la única que permanece pegada a la piel.

Sin desnudo masculino
«Cincuenta sombras de Grey» se estrenaba en la Berlinale después de desangrar las imprentas y bombardear los móviles con millones de «tuits» de sus fans enloquecidas. Las que han leído la novela echarán en falta las escenas más subidas de tono –especialmente la que utiliza un tampón como creativo juguete erótico– y el decoro con que Jamie Dornan se desnuda ante sus princesas delegadas de la platea: olvídense del desnudo frontal masculino. Por alguna razón, el pene no es representable en el cine «mainstream», carece de imagen, tal vez porque vivimos en una falocracia en la que todo –la política, los mercados, los «media»– es una cuestión de quién la tiene más larga. Ese gesto de autocensura para sortear la calificación NC-17 en Estados Unidos –lo que reduciría sensiblemente la taquilla de la película– es significativo. Porque lo cierto es que el erotismo de «Cincuenta sombras de Grey» está emasculado, incluso asexuado, más allá de las razones que hagan comercial a un drama S&M. ¿Un hombre sin genitales es el hombre más sexy del mundo? No estamos genitalizando el sexo, simplemente reivindicamos que tanto el hombre como la mujer son cuerpos, y en la práctica erótica –y no digamos en la pornográfica– el cuerpo deseante lo es todo. El sexo es carne. En esa castración de lo masculino, que se transforma en una fantasía de poder (económico) y dominación (sexual), encontramos, claro, ecos de «Crepúsculo», la saga que motivó, en forma de «fan fiction», que E.L. James diera rienda suelta a su «porno para mamás». Allí el amor profiláctico era sinónimo de un amor prohibido: la virginidad era un antídoto a la transgresión. De ahí la belleza andrógina, eunuca, de Robert Pattinson. Aquí el modo de perpetuar ese ideal romántico es un sadomasoquismo de tocador que no se muestra como una práctica sexual legítima sino como una desviación traumática, que impide que el amor siente la cabeza de los amantes. El mensaje es más que retrógrado: Anastasia Steele acepta el contrato de sumisión que le propone su amo, Christian Grey, un joven millonario que no sonríe ni después de unos azotes, para hacerle cambiar, no para descubrir dimensiones secretas de su sexualidad.
Comparar «Cincuenta sombras de Grey» con «Nueve semanas y media» o los «soft core» de Zalman King de los ochenta puede resultar curioso. La fundacional película de Adrian Lyne representaba el sadomasoquismo como una transgresión, y, por muy discutible que fuera, había un planteamiento formal, directamente influido por el lenguaje del videoclip y la publicidad. En la película de Taylor-Johnson las escenas de sexo están rodadas con la misma desgana con que se plancha una camisa. El colmo del «bondage» son cuatro o cinco azotes perpetrados, eso sí, en una «habitación de juegos» que cuenta con un arsenal de cinturones y cadenas digno de una mazmorra medieval. ¿Qué se ha hecho de «El imperio de los sentidos» o de «Portero de noche» o del cine de Tinto Brass? Sí, comparamos peras con manzanas, pero resulta poco menos que indignante que la representación del sexo en el cine, en pleno siglo XXI, sea tan pulcra y educada, tan desapasionada, sobre todo cuando lo que se nos intenta vender es lo contrario.
Sin credibilidad
La dudosa química entre Dakota Johnson y Jamie Dornan –la rumorología internauta cuenta que se odian, y que tuvieron que rodarse unos cuantos «retakes» porque las escenas íntimas no funcionaban– no puede ser la única responsable de semejante catástrofe. Ciertamente, cuando una novela tiene pasajes como éste –«Envuelve una mano alrededor de mi cintura, mientras su otra mano agarra mi cadera, y se introduce en mí fuertemente, haciéndome gritar otra vez. Y el ritmo de castigo empieza. Su respiración se vuelve más y más áspera, irregular, igualando a la mía. Siento la familiar aceleración en mi interior. ¡Jesús, otra vez!»– poco se puede hacer para dignificar su traducción en imágenes. «Cincuenta sombras de Grey» es literatura rosa de la más baja estofa, y lo que necesitaba una buena adaptación del texto era la distancia irónica, desmelenada, del Paul Verhoeven de «Showgirls».
Esa ironía parece asomar el morro en la interpretación de Dakota Johnson, sobre todo en la primera parte de la película. Es una ironía mal entendida, porque es como si la actriz saliera por un momento de su personaje y se diera cuenta de lo ridículo de una sumisión que nunca lo es del todo. Christian Grey es un amo de pacotilla, y Dornan se lo toma demasiado en serio, tocando piezas melancólicas al piano en mitad de la madrugada y poniendo cara de huérfano traumatizado mientras enseña abdominales. Por algo se apellida Grey (¿aprecian la sutileza?): vive en esa zona gris, en el «siesnoes» que separa el comportamiento del príncipe azul del impulso del Lobo Feroz. El héroe masculino es inconsistente. No estamos hablando de verosimilitud sino de credibilidad: por mucho que la historia sea un cuento de hadas como los de antes, el amor entre los personajes tiene que traspasar la pantalla, y responder a una lógica emocional de la que carece « Cincuenta sombras de Grey». Seguro que una reunión de «tuppersex» resulta mucho más estimulante.

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