La mala sombra de
Grey
Hora
y media antes del pase en la Berlinale de «Cincuenta sombras de Grey», la cola
anunciaba aforo completo. Ni rueda de Prensa ni entrevistas: la película
llegaba al festival con el cinturón de castidad puesto. En estos casos, los
periodistas estamos más atados de pies y manos que la mismísima Anastasia
Steele. El secretismo con que se ha envuelto esta caja de bombones billonaria
hacía pensar que la productora no quería alentar reacciones negativas en las
redes sociales antes de tiempo, aunque el club de fans de la saga de E.L. James
está más que predispuesta a recibir con gemidos de placer la adaptación de Sam
Taylor-Johnson. O no, pero la magnitud mediática de este «coitus interruptus»
supera cualquier crítica. En realidad, todo el pescado está vendido. Dos horas
después, la sensación de vergüenza ajena es la única que permanece pegada a la
piel.
Sin
desnudo masculino
«Cincuenta
sombras de Grey» se estrenaba en la Berlinale después de desangrar las
imprentas y bombardear los móviles con millones de «tuits» de sus fans
enloquecidas. Las que han leído la novela echarán en falta las escenas más
subidas de tono –especialmente la que utiliza un tampón como creativo juguete
erótico– y el decoro con que Jamie Dornan se desnuda ante sus princesas
delegadas de la platea: olvídense del desnudo frontal masculino. Por alguna
razón, el pene no es representable en el cine «mainstream», carece de imagen,
tal vez porque vivimos en una falocracia en la que todo –la política, los
mercados, los «media»– es una cuestión de quién la tiene más larga. Ese gesto
de autocensura para sortear la calificación NC-17 en Estados Unidos –lo que
reduciría sensiblemente la taquilla de la película– es significativo. Porque lo
cierto es que el erotismo de «Cincuenta sombras de Grey» está emasculado,
incluso asexuado, más allá de las razones que hagan comercial a un drama
S&M. ¿Un hombre sin genitales es el hombre más sexy del mundo? No estamos
genitalizando el sexo, simplemente reivindicamos que tanto el hombre como la
mujer son cuerpos, y en la práctica erótica –y no digamos en la pornográfica–
el cuerpo deseante lo es todo. El sexo es carne. En esa castración de lo masculino,
que se transforma en una fantasía de poder (económico) y dominación (sexual),
encontramos, claro, ecos de «Crepúsculo», la saga que motivó, en forma de «fan
fiction», que E.L. James diera rienda suelta a su «porno para mamás». Allí el
amor profiláctico era sinónimo de un amor prohibido: la virginidad era un
antídoto a la transgresión. De ahí la belleza andrógina, eunuca, de Robert
Pattinson. Aquí el modo de perpetuar ese ideal romántico es un sadomasoquismo
de tocador que no se muestra como una práctica sexual legítima sino como una
desviación traumática, que impide que el amor siente la cabeza de los amantes.
El mensaje es más que retrógrado: Anastasia Steele acepta el contrato de
sumisión que le propone su amo, Christian Grey, un joven millonario que no
sonríe ni después de unos azotes, para hacerle cambiar, no para descubrir
dimensiones secretas de su sexualidad.
Comparar
«Cincuenta sombras de Grey» con «Nueve semanas y media» o los «soft core» de
Zalman King de los ochenta puede resultar curioso. La fundacional película de
Adrian Lyne representaba el sadomasoquismo como una transgresión, y, por muy
discutible que fuera, había un planteamiento formal, directamente influido por
el lenguaje del videoclip y la publicidad. En la película de Taylor-Johnson las
escenas de sexo están rodadas con la misma desgana con que se plancha una
camisa. El colmo del «bondage» son cuatro o cinco azotes perpetrados, eso sí,
en una «habitación de juegos» que cuenta con un arsenal de cinturones y cadenas
digno de una mazmorra medieval. ¿Qué se ha hecho de «El imperio de los
sentidos» o de «Portero de noche» o del cine de Tinto Brass? Sí, comparamos
peras con manzanas, pero resulta poco menos que indignante que la
representación del sexo en el cine, en pleno siglo XXI, sea tan pulcra y
educada, tan desapasionada, sobre todo cuando lo que se nos intenta vender es
lo contrario.
Sin
credibilidad
La
dudosa química entre Dakota Johnson y Jamie Dornan –la rumorología internauta
cuenta que se odian, y que tuvieron que rodarse unos cuantos «retakes» porque
las escenas íntimas no funcionaban– no puede ser la única responsable de
semejante catástrofe. Ciertamente, cuando una novela tiene pasajes como éste
–«Envuelve una mano alrededor de mi cintura, mientras su otra mano agarra mi
cadera, y se introduce en mí fuertemente, haciéndome gritar otra vez. Y el
ritmo de castigo empieza. Su respiración se vuelve más y más áspera, irregular,
igualando a la mía. Siento la familiar aceleración en mi interior. ¡Jesús, otra
vez!»– poco se puede hacer para dignificar su traducción en imágenes.
«Cincuenta sombras de Grey» es literatura rosa de la más baja estofa, y lo que
necesitaba una buena adaptación del texto era la distancia irónica,
desmelenada, del Paul Verhoeven de «Showgirls».
Esa
ironía parece asomar el morro en la interpretación de Dakota Johnson, sobre
todo en la primera parte de la película. Es una ironía mal entendida, porque es
como si la actriz saliera por un momento de su personaje y se diera cuenta de
lo ridículo de una sumisión que nunca lo es del todo. Christian Grey es un amo
de pacotilla, y Dornan se lo toma demasiado en serio, tocando piezas
melancólicas al piano en mitad de la madrugada y poniendo cara de huérfano
traumatizado mientras enseña abdominales. Por algo se apellida Grey (¿aprecian
la sutileza?): vive en esa zona gris, en el «siesnoes» que separa el
comportamiento del príncipe azul del impulso del Lobo Feroz. El héroe masculino
es inconsistente. No estamos hablando de verosimilitud sino de credibilidad:
por mucho que la historia sea un cuento de hadas como los de antes, el amor
entre los personajes tiene que traspasar la pantalla, y responder a una lógica
emocional de la que carece « Cincuenta sombras de Grey». Seguro que una reunión
de «tuppersex» resulta mucho más estimulante.
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