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domingo, 16 de octubre de 2011

El sexo en Atapuerca

Craneo de El niño de la Gran DolinaEl sexo en Atapuerca

Al penetrar a Oxun, Saboaba aún tenía las manos y la boca manchados de sangre. Antes de la puesta de sol, los hombres llegaron desde la Gran Dolina con el corazón bombeando como un tambor excitado. Durante varias horas, en un festival caníbal, habían desgarrado con ayuda de afiladas piedras y sus propios dientes la carne de seis miembros de otra tribu. Entre ellos había dos niños. Saboaba guardó un pedazo de carne fresca para entregárselo a Oxun, que le esperaba. Ella le dio a cambio algunos frutos recién recolectados. Saboaba era más corpulento que Oxun y, en su desnudez, ella buscaba el calor de aquel macho vigoroso de casi 1,80 m de estatura. Saboaba y Oxun copulaban tres y cuatro veces cada día, durante todo el año, y siempre lo hacían mirándose a los ojos. Aquella noche, el placer del orgasmo elevó a las estrellas el grito de Oxun, y Saboaba se estremeció apretando con sus manos las deleitosas caderas de su hembra. Un olivo silvestre, en la ladera del río, fue el escenario de su amor durante cuatro años, el tiempo en que nació y creció su hijo. Después, Saboaba se marchó. En aquellos días, hace 800.000 años, el ambiente era húmedo y cálido en Atapuerca…
Pudo ocurrir allí o en cualquier otro lugar del pequeño mundo habitado por homínidos, pero lo cierto es que una cópula como la narrada fue el origen de un linaje que ha llegado hasta nuestros días. Así era el sexo entre aquellos primeros humanos.

Para descubrirlo nos reunimos con el antropólogo y coodirector del proyecto Atapuerca Juan Luis Arsuaga, con algunas preguntas “indecorosas” en el bloc de notas: ¿Tenían orgasmos los Australopithecus? ¿Copulaban salvajemente? ¿Se besaban? ¿el Homo antecessor era fiel? ¿Cada cuánto tiempo hacían el amor? ¿Parían sin ayuda?
Ella siempre tiene ganas
Arsuaga explica, para empezar y para nuestra sorpresa, que aquellos homínidos que poblaban la sierra burgalesa de Atapuerca se enamoraban. La pista para llegar a esta romántica conclusión está en la propia biología humana. “Las hembras de nuestra especie”, explica Arsuaga, “son las únicas que no manifiestan señales específicas cuando están ovulando (ocultación del estro). Las chimpancés son sexualmente receptivas (y tremendamente promiscuas) solo cuando son fértiles, algo que no ocurre en los humanos. Las hembras de los primeros homínidos tenían, como ahora, una disposición permanente al sexo. Si no fuera así, y nuestra sexualidad imitara la de los chimpancés, la hembra estaría receptiva solo un mes cada cuatro años, y el resto del tiempo lo dedicaría al embarazo y la lactancia hasta el destete (período durante el cual, cuando hay escasez de recursos y, por tanto, de aporte de energía, las mujeres no ovulan). ¿Qué pasaría si esto fuera así? Pues que no habría vida sexual durante cuatro años, algo que, desde luego, no favorecería la estabilidad de la pareja”.

Y bien, ¿qué tiene que ver todo esto con el amor? Con su disposición permanente al sexo, la hembra homínida “conseguía” que su pareja se quedara a su lado y no tuviera que andar a la gresca con otros machos para obtener un desahogo y, de paso, que colaborara en la protección y el cuidado de las crías que tenían en común. Algo imprescindible a medida que el período de desarrollo de un niño se prolongaba. “Hay una colección única para estudiar todo esto, que es la Sima de los Huesos, en Atapuerca”, apunta Arsuaga. “Aquí ya vemos que   el tiempo de infancia era más largo que el de los chimpancés. Con lo cual, yo diría que las poblaciones de Homo heidelbergensis, de hace medio millón de años, tenían una biología social en dos niveles. Por un lado, un grupo formado por muchos machos y muchas hembras –se juntan y se separan, según estaciones y recursos–, y por otro lado, parejas estables, familias constituidas por una mujer, un hombre y los hijos pequeños o dependientes, descendientes del hombre que está con la mujer”.
Así pues, venimos de antepasados fieles, al menos hasta que las crías tenían edad de valerse por sí mismas. Pero desatemos a ese voyeur que llevamos dentro y descubramos un detalle algo más íntimo. ¿Cómo copulaban?

El Misionero ancestral
La imagen que a todos nos vendría a la cabeza en una escena “porno pleistocénica” probablemente situaría a la hembra dándole la espalda al macho y mostrándole sus nalgas. Sin embargo, en la narración que inicia este reportaje Oxun y Saboaba copulan mirándose a los ojos. No es que la postura desde atrás estuviera descartada en aquellos viejos tiempos, pero la que es propia de los nuestros es la hoy vilipendiada “postura del misionero”. Así, en nuestro relato, Saboaba se tumbó sobre Oxun para penetrarla de frente, y esto, por aquel entonces, debía interpretarse como “sexo raro, raro”. La cópula cara a cara ya la practicó Lucy hace 4 millones de años. Esta popular hembra de Australopithecus afarensis caminaba erguida.

Y si alguien se pregunta qué tiene que ver nuestro andar bípedo con “El Misionero”, pues la respuesta está en la disposición de la pelvis y, por lo tanto, de la vagina, que ya en Lucy y sus contemporáneas se abría hacia adelante y permitía la penetración frontal. Este modo de copular tiene de nuevo sus ventajas (mirarse a la cara refuerza vínculos, dicen los expertos); sin embargo, podría plantear un problema reproductivo que la evolución resolvió con verdadera sapiencia: el orgasmo.
  
El placer sirve para algo
José Enrique Campillo, médico y catedrático de Fisiología, recoge en su libro, La cadera de Eva (Ares y Mares), apuntes antropológicos sobre las razones para amarse así. “En las hembras de los Australopithecus”, afirma Campillo, “al incorporarse inmediatamente tras la cópula y comenzar a caminar, su vagina adoptaría una posición casi vertical. Por el simple efecto de la fuerza de la gravedad y el movimiento deambulatorio, el fluido seminal podría descender y se perdería en gran parte, lo que reduciría la probabilidad de fecundación.

Así, el orgasmo de la hembra y la laxitud posterior, con una leve sensación de fatiga y cierta somnolencia, forzarían un breve reposo postcoital; solo de unos minutos, el tiempo necesario para permitir la progresión de los espermatozoides a lo largo de esa trama de no retorno que es el moco del cuello uterino”. Por lo tanto, Lucy, si es que en algún momento de su vida llegó a tener un encuentro sexual, gimió como la que más.
La hipótesis de que hace cuatro millones de años hubo orgasmos plenos la apoyan otras evidencias biológicas. Para Arsuaga, por ejemplo, tiene mucho que ver con la anatomía del macho. “Los chimpancés tienen testículos muy grandes en comparación con los nuestros porque compiten a nivel espermático. Son muchos los machos que copulan con la misma hembra y necesitan un esperma abundante para garantizar que es el suyo el que fecunda el óvulo. En nuestra especie (y es algo más que confirma nuestra estructura de pareja) no hay necesidad de competición espermática, y de ahí los testículos razonablemente pequeños. Sin embargo, el pene humano es más grande que el de los chimpancés. ¿Por qué? Pues muy posiblemente para dar placer a la hembra”.

Hay tres detalles más en nuestra descripción del encuentro sexual de los dos Homo antecessor que tienen su fundamento científico. Uno, el intercambio de comida; el segundo, la cantidad de cópulas diarias; y por último, las opulentas caderas de Oxun.
Ella le debe esta “condena biológica” (sus amplias caderas) al zoólogo británico Desmond Morris (La mujer desnuda, Planeta). Morris señala que las caderas anchas son un indicador del éxito en el parto y, por tanto, este rasgo (favorecido por la selección sexual de la que ya habló el viejo Darwin) hace más apetecibles a las mujeres de todos los tiempos.
Entre tres y cuatro veces diarias
Otro investigador, el antropólogo americano Marvin Harris, describía la sexualidad de los homínidos como una “táctica de fuego graneado”, es decir, abundante y sin planificación. Harris apuntaba que, al igual que nuestros parientes chimpancés, los primeros homínidos debían copular entre tres y cuatro veces diarias, y destacaba que las eyaculaciones nocturnas involuntarias son reminiscencias de un pasado con mucha más intensidad sexual. Harris también explicaba que el cortejo entre los primeros homínidos, es decir, el “ligoteo” antes de amancebarse con el Homo antecessor (por ejemplo), incluiría intercambio de comida, probablemente insectos y alimentos vegetales recolectados por las hembras a cambio de trozos de carne fruto de la actividad cinegética o carroñera de los machos (la carne y los frutos que se entregan Oxun y Saboaba).

Hay una pista más que llama la atención cuando un hombre y una mujer se desnudan. “Nos diferenciamos absolutamente en todo, desde los pies hasta la cabeza”, indica Juan Luis Arsuaga. “Puedes distinguir si estás con un macho o una hembra humanos incluso por el tono de la voz.” ¿Y para qué tanta diferencia? ¿Por qué para distinguir si una cebra es macho o hembra hace falta ser zoólogo (o cebra), mientras que en nuestra especie los rasgos diferenciadores recorren cada palmo de nuestro cuerpo? La hipótesis de Arsuaga tiene que ver, una vez más, con nuestro proceder monógamo. “Necesitamos el reconocimiento interindividual”, explica el antropólogo. “Tiene que ver con que identifiques a la pareja, a tu pareja, y que no te valga ni cualquier hembra ni cualquier macho”. 

Para Arsuaga, esta extraordinaria sexualidad humana es la que al fin y al cabo ha hecho posible algo que de nuevo es único: ¡Oh, la, la! El amor. “El sexo no solo está al servicio de la reproducción: el sexo sirve para establecer vínculos entre personas. Estos vínculos permiten que tengamos una infancia prolongada (con madre y padre cooperando en el cuidado de las crías), y que nuestro cerebro se tome su tiempo para desarrollarse. Así ha sido posible la evolución de nuestra especie hacia la encefalización. Así ha sido como el sexo nos ha hecho inteligentes”.


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