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viernes, 8 de julio de 2011

La isla turquesa de corazón verde

La isla turquesa de corazón verde

Dicen de ella que es la sonrisa del Índico. Su nombre evoca las más blancas playas y todo lo paradisíaco de las islas de este rincón del planeta. Pero también esconde una naturaleza intensa, salvaje...

En el interior de la isla, el paisaje agrícola se funde con la naturaleza más salvaje

Origen volcánico
Toda la isla es una explosión de naturaleza y cualquier ruta que realice le gustará. Una opción es llegar hasta el cráter del volcán Trou aux Cerfs para comprobar en primera persona el origen volcánico del lugar. Las cataratas de Chamarel y sus tierras de siete colores es otra de las salidas imprescindibles, pero hay que tener cuidado con los monos. Mejor no acercarse demasiado, pues pueden llegar a ser peligrosos. Y visite, también, una de las muchas reservas de la naturaleza que tiene la isla, por ejemplo la de l’Etoile. Un emocionante paseo en quad le permitirá observar en directo la fauna que vive entre la exótica vegetación. Tan sólo hace falta estar un poco atento para contemplar frente a frente los hermosos ciervos que salen al paso.
Pero si la naturaleza ha dotado de esa gran variedad al paisaje mauriciano, la historia se ha encargado de hacer lo mismo con sus habitantes. Descubierta en el siglo XV, españoles y portugueses la utilizaron como punto de aprovisionamiento, pero nunca se establecieron en ella, cosa que sí hicieron posteriormente los holandeses. En el siglo XVIII los franceses comenzaron su explotación gracias a la importación de esclavos. Los descendientes de estos nativos africanos pueblan aún hoy la isla y hablan el criollo, que nació de la lengua que sus antepasados trajeron de África y mezclaron luego con el francés.
Cuando los ingleses invadieron la isla, en el siglo XIX, trajeron con ellos mucha mano de obra barata: indios, chinos y malgaches. También los descendientes de todos ellos viven hoy en Mauricio en plena armonía con el resto de la población. Todos conservan en mayor o menor medida su cultura, y la amalgama de todas ellas es, en definitiva, la peculiar cultura, la forma de vida casi mágica de los mauricianos del siglo XXI. De ahí que uno de los aspectos que más llama la atención del viajero sea encontrar una iglesia anglicana rodeada de casitas cuyo jardín preside un altar a una deidad hindú y, cien metros más allá, observar una mezquita muy próxima a su vez a una catedral católica. Resulta impresionante y, al mismo tiempo, esperanzador observar cómo es posible que todas las grandes religiones convivan en esta isla de menos de 2.000 metros cuadrados.
El ansia por trascender al paso del tiempo se palpa en Port Louis. Desde lo alto del Fuerte Adelaida, las imágenes aisladas recogidas en cada esquina componen un mural absoluto de la riqueza local. Mezquitas, pagodas, iglesias y templos hindúes salpican un horizonte rodeado de mar y colinas. En un extremo, el hipódromo Champ de Mars, acrobáticamente situado, da idea de la pasión de los locales por las apuestas y los caballos, y en el otro, el puerto demuestra que los tiempos modernos se han instalado en la isla sin perturbar sus tradiciones.
La capital merece un tranquilo paseo. Resulta imprescindible hacer una parada en la Ciudadela para disfrutar de sus vistas y, por supuesto, en el Mercado Central, donde el visitante respira el auténtico bullicio mauriciano. Luego, al descender de la loma, la imagen global estalla y se convierte en el barrio chino de Port Louis, sugerencia oriental delimitada por la tradicional puerta multicolor de bienaventuranza. Silenciosos y discretos, sus habitantes deambulan de aquí para allá, entran y salen de sus comercios y restaurantes y se afanan por levantar un poquito más sus ya de por sí prósperos negocios. Allí se concentra buena parte de los comerciantes de la isla; y en su mercado principal, popularmente conocido como «el bazar», cuajado de verduras frescas y multitud de especias que empalagan los sentidos, conviene perderse un rato.
Si el interior de la isla resulta sorprendente para quien llega aquí esperando encontrar sólo fantásticas playas, sería también imperdonable salir de Mauricio sin disfrutar del océano, de la fina arena blanca... Hay que dejarse caer en una tumbona y disfrutar del momento. Probablemente se le escape una sonrisa, casi seguro de felicidad, como hacen los mauricianos. No hay prisa, no hay ruido, no hay estrés. El sol le acaricia y en el horizonte le contempla la barrera de coral. Un paseo en catamarán con almuerzo a bordo puede culminar con un baño y un rato de snorkel para disfrutar del fondo marino.
A toda esta oferta de naturaleza y cultura debemos sumar el buen hacer de sus gentes en el sector turístico. La calidad de la oferta hotelera, gastronómica y, en general, de ocio es altísima. Sin embargo, no hay que pasar por alto la dificultad de equilibrar el desarrollo turístico con la preservación sostenible del entorno, algo que las autoridades mauricianas han sabido resolver de forma sobresaliente. Desde pequeños establecimientos hasta los más lujosos hoteles, en los que no falta detalle ni instalaciones pensadas para satisfacer los caprichos del huésped, han sabido integrarse respetuosamente con la naturaleza que les rodea. El resultado es un destino al que se desea volver una y otra vez, ya sea a la captura del sol, del descanso y del relax, o en busca de aventura, deporte y naturaleza. Isla Mauricio lo tiene casi todo.

Puede sonar a tópico, ese tópico que nos activa extremadamente la imaginación cuando pensamos en las ansiadas vacaciones: enormes palmeras, extensas playas de blanca arena, aguas cristalinas, arrecifes de coral... Y el tópico se convierte en realidad a orillas del Océano Índico. En Isla Mauricio, todo lo que imaginamos al fantasear con el destino perfecto, existe. Porque además de sol y playa, lujo y descanso, la isla también es verde, salvaje, intensa.
A pesar de su reducido tamaño –con una extensión de 1.865 kilómetros cuadrados–, la orografía de Mauricio es abrupta, con una amplia meseta en el centro rodeada de cortas cadenas montañosas y de cráteres volcánicos ya extintos. Al dejar la costa y adentrarnos en la isla, una de las primeras cosas que nos regala el paisaje son extensas plantaciones de caña de azúcar con la que después elaborarán su afamado ron. Aquí la tierra es dorada, ocre, roja... Más allá de ciudades y plantaciones nos espera la naturaleza casi intacta. Extensos valles verdes salpicados de palmeras acá y de pinos más allá dan paso a tupidos bosques casi selváticos de cuya espesura surgen ciervos o jabalís. Cascadas y lagos ponen el tono azul en tan espectacular postal que es el hábitat natural de una variada fauna. Y no es extraño este enorme contraste, porque «la perla del Índico», como la llaman, es África, y buena parte de su fauna y su flora se encargan de recordarlo. Pero Mauricio es una isla en el Océano Índico, como bien atestiguan sus playas, hasta las cuales descienden árboles y arbustos y cuyas aguas de color turquesa se cobijan bajo la protección del arrecife de coral que la rodea casi por entero.

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