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domingo, 16 de octubre de 2016

Las locuras de los matasanos del pasado

Las locuras de los matasanos del pasado

Una de las publicaciones médicas más prestigiosas de la historia debe su nombre a un error descomunal: The Lancet, fundada en 1823 y todavía existente hoy en día. Se llama así por la lanceta, un instrumento básico en el equipamiento de todos los médicos de tiempos pasados, que lo empleaban fundamentalmente para llevar a cabo sangrías.

Hay ideas y procedimientos que no estarían fuera de lugar en una novela de terror
Según cuenta Douglas Starr en su libro Historia de la sangre, la práctica de forzar el sangrado ha sido la que mayor tiempo ha perdurado: más de 2.500 años desde que apareciera en las antiguas civilizaciones griega y egipcia. Su origen es incierto, si bien suele relacionarse con la llamada teoría de los humores –los cuatro elementos (flema, bilis negra, bilis amarilla y sangre), de cuyo equilibrio dependía la buena salud–, formulada por los griegos. Purgar el cuerpo de la sangre mediante extracciones continuas permitía restablecer este equilibrio y curar desde la neumonía a las jaquecas, pasando por la hipertensión o las fracturas de hueso.
Y ello a pesar de que jamás pudo demostrarse ni uno solo de estos efectos. Este método contó con partidarios tan entusiastas como Guy Patin, decano de la Facultad de París, que en el siglo XVII la creyó un remedio milagroso. Además de utilizarla profusamente en pacientes de toda edad y condición, predicaba con el ejemplo: sangró a su mujer doce veces por una congestión, a su hijo veinte veces por una fiebre, y a su octogenario suegro y a él mismo en siete ocasiones por un catarro.

Transfusiones animal-ser humano

No fue esta la única práctica temeraria relacionada con la sangre: en el siglo XVII Jean-Baptiste Denis, médico de Luis XIV, estaba interesado en experimentar los efectos de la transfusión de sangre animal a los seres humanos. Tras un año de prácticas preliminares entre distintos animales, en 1667 inyectó sangre de ternero a un hombre que sufría de violentos y repentinos ataques de cólera. El razonamiento de Denis era que la mansedumbre natural del bóvido se trasladaría a su paciente y frenaría sus trastornos. Lo cierto es que sobrevivió, pero de puro milagro, tras varios días vomitando y orinando líquido negro.
Ni Denis ni sus colegas ingleses, que se entregaron a experimentos similares, podían saber entonces que las proteínas de la sangre animal son incompatibles con las de la humana: por consiguiente, lo que estaban haciendo realmente era disparar el sistema inmunológico del enfermo. Este producía enormes cantidades de anticuerpos para rechazar las células invasoras: “Los riñones se esfuerzan por filtrar la hemoglobina tóxica y los fragmentos de células. Los glóbulos rojos mueren a millones y la hemoglobina oxigenada ennegrece la orina”, cuenta Starr.

La osadía provocada por la falta de información preliminar y las suposiciones audaces han dado lugar, a lo largo de los siglos, a un apreciable número de prácticas pseudomédicas con resultados entre lo absurdo y lo homicida. Es obvio que, con los conocimientos de sus respectivas épocas, poco podían saber los galenos sobre lo que realmente hacían, y estaban convencidos de actuar en beneficio de sus pacientes y de la ciencia médica. Con todo, hay ideas y procedimientos que no estarían fuera de lugar en una novela de terror… O de humor negro.

Lejos de ser formuladas por individuos extravagantes, algunas de las teorías y terapias de mayor desarrollo nacieron de profesionales de la medicina muy respetados en su época. Un buen ejemplo es el alemán Georg Stahl (1660-1734), creador de la llamada teoría del animismo: era el ánima –el alma– la que albergaba la causa última de la vida y controlaba los procesos orgánicos, por lo que muchas enfermedades se debían a actividades mal orientadas del espíritu.

La fiebre no era sino la lucha anímica por expulsar la enfermedad, por lo que no debía combatirse. Además de esta teoría, dudaba de la eficacia del opio o de la quinina, y recomendaba la castración como remedio contra las hernias. Hay que decir que Stahl llegó a ser médico personal del rey Federico Guillermo I de Prusia, que falleció a la edad de 52 años.

El sistema varió poco a través de los siglos: la lanceta –un afilado cuchillo de doble filo– abría una vena con un corte diagonal o longitudinal, mientras un torniquete controlaba el flujo de sangre, que se recogía en un recipiente calibrado para medir las cantidades.

Sanguijuelas curativas 


También fue grande la influencia de François Joseph Victor Broussais (1772-1838), catedrático de Patología en la Universidad de París, que basó toda su terapéutica en el principio de irritación: la vida misma no era sino el producto de esa reacción, que excitaba los procesos químicos del organismo y, cuando era excesiva, llevaba a la inflamación gastrointestinal, fuera cual fuera la enfermedad. Tuberculosis, sífilis y trastornos mentales se originaban en el intestino, así que no valía la pena recurrir a la localización en los diagnósticos.

Si la idea era peligrosa, su terapia lo era más aún: reducir las inflamaciones mediante un régimen bajo en calorías y el sangrado –otra vez– utilizando sanguijuelas. Broussais llegó a ser tan popular que Francia tuvo que importar estos hirudíneos para atender la demanda: si en 1825 se utilizaron algo más de dos millones de estos invertebrados, para 1833 la cifra superó los 41 millones.

Resulta curioso que, en ocasiones, las ideas estrambóticas procedan de profesionales que en otros campos hicieron contribuciones valiosas a la ciencia médica. Fue el caso de Pierre Adolphe Piorry (1794-1879), que en el siglo XVIII contribuyó a mejorar el diseño de los estetoscopios y realizó avances indiscutibles en el campo del diagnóstico por percusión o pleximetría. El problema fue que declaró que cada órgano –pulmones, hígado, corazón– tenía un sonido propio con el que respondía a la percusión, algo que se demostró completamente falso.

Por su parte, Jean Baptiste Brouillard (1796-1881), que realizó grandes avances sobre las enfermedades del aparato circulatorio y del sistema nervioso, pasó sus últimos años defendiendo las sangrías como terapia, a pesar de que por entonces su eficacia estaba más que cuestionada. Además, no dejó de desautorizar las investigaciones de Louis Pasteur.

Sin embargo, estas excentricidades eran peccata minuta al lado de ciertos experimentos. ¿Qué tienen en común las flatulencias y la decapitación? Nada, en principio, salvo por los años 1814 y 1815, en que el médico François Magendie consiguió que el Gobierno de París le proporcionara los cadáveres de cuatro guillotinados con la idea de estudiar los gases que aún contenían sus estómagos.

Como habían recibido su última comida un par de horas antes de la ejecución, “la digestión estaba plenamente activa en el momento de su muerte”, según escribió. Magendie extrajo gas de cada cuerpo en cuatro puntos del aparato digestivo, y midió sus componentes. Sus conclusiones fueron que la mayor cantidad de hidrógeno no estaba contenida en el condenado que había comido lentejas, sino en el que había elegido queso gruyer y pan. Es para preguntarse si el resultado de sus investigaciones mereció pasar por un proceso tan macabro.

Los siglos anteriores ya habían visto la aparición de otras prácticas aberrantes basadas en el principio de correspondencia que prevaleció antes de la llegada de la medicina moderna. Por ejemplo, Plinio el Viejo escribió que los heridos se curaban matando un animal con el mismo hierro que los había herido a ellos y comiendo su carne, y estaba convencido de que el hierro que había quitado una vida humana tenía virtudes terapéuticas. Eran creencias que estaban relacionadas con el influjo que se suponía tenían los cadáveres sobre los vivos.

Las propiedades 'benéficas' de un cadáver


Dicho influjo se manifestaba en sus supuestas propiedades curativas, recogidas por el historiador Philippe Ariès: “La lista de las propiedades benéficas del cadáver llega incluso al brebaje afrodisiaco, compuesto a partir de los huesos calcinados de cónyuges felices y de amantes muertos. Los vestidos de los muertos, un fragmento incluso, curan los dolores de cabeza y las hemorroides”.

Uno de los principales defensores de esta creencia fue el médico luterano alemán Christian Friedrich Garmann, autor del libro póstumo De miraculis mortuorum, donde incluía la receta del agua divina, de propiedades prácticamente milagrosas: el ingrediente principal era el cadáver de un hombre que gozara de buena salud, pero que hubiera fallecido de muerte violenta. Ese cuerpo se cortaba en trocitos, incluidos huesos y vísceras, se mezclaban bien con la sangre y se reducían a líquido en un alambique. El producto resultante era un test infalible para determinar si un enfermo iba a curarse o no. Al brebaje se añadían unas gotas de su sangre y si estas no se disolvían era señal de muerte. Ariès advertía de que este tipo de preparados, por razones obvias, eran muy costosos y complicados de preparar y, por tanto, estaban reservados a la gente adinerada o poderosa.

Uno de estos afortunados fue el rey Carlos II de Inglaterra (1630-1685), que durante su última enfermedad bebió una poción de 43 gotas de extractos de cráneo humano. Tuvo que llegar Pasteur para poner freno a tanta utilización de compuestos procedentes de cadáveres.

Hubo otros casos de experimentos cuestionables, cuyos sujetos, por no decir sus víctimas, fueron personas de estratos sociales más bajos. Quizá el más espectacular fuera el que se dio a principios del siglo XIX en Estados Unidos y fue recogido, al igual que el de Magendie, por Mary Roach en su libro Glup. Aventuras en el canal alimentario. Ocurrió que, a los dieciocho años, el trampero Alexis Saint Martin quedó gravemente herido a consecuencia de un disparo en el costado; tan gravemente, de hecho, que la herida nunca llegó a cerrarse.

El estropicio se convirtió en una fístula donde el agujero en el estómago se unió con los agujeros superiores en los músculos y la piel. Este fenómeno sugirió a William Beaumont, el mismo cirujano que había operado a Saint Martin, la idea de que se encontraba ante una oportunidad única y estupenda para experimentar de primera mano con la acción directa de los jugos estomacales.

Durante varios años, utilizó el orificio para introducir en el estómago del trampero diversos alimentos atados con un cordel, que recuperaba unas horas después. Algunos habían desaparecido, plenamente digeridos, como si los hubiera ingerido por el procedimiento normal; otros permanecían más o menos intactos, como era el caso de la carne cruda.

¿Qué consiguió Beaumont tras años de someter a su paciente a este método de alimentación alternativa? Según Roach, “que la digestión es química, no mecánica, pero los científicos europeos habían descubierto lo mismo dos siglos antes usando animales. Que la proteína se digiere más fácilmente que la materia vegetal. Y que los jugos gástricos no necesitan de las fuerzas vitales del cuerpo. No demasiado, en resumen”.

Dejando aparte que sobrestimó la importancia de los ácidos gástricos, pasando completamente por alto el papel de la pepsina y de las enzimas pancreáticas presentes en el intestino delgado. No faltaron las sospechas de que la aparición de una herida tan curiosa no fue casual, sino que fue intencionadamente creada por el propio Beaumont, que ya tenía en mente utilizar al trampero como conejillo de Indias. No obstante, ya se sabe: todo por el bien de la ciencia… Y en muchas ocasiones por el mal del paciente.

Imágenes: arriba, Anagoria vía Wikimedia / CC (lienzo El cirujano inspecciona la herida, de Gaspare Traversi); abajo, Jan Arkesteijn vía Wikimedia / CC (cuadro La lección de anatomía del Dr. Willem Van der Meer, de Michael Jansz).
 
 http://www.muyinteresante.es/salud/articulo/las-locuras-de-los-matasanos-del-pasado-881476087619

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