Mucho grito, poco cine
José Mota, en un fotograma de 'la chispa de la vida'.
La realidad, admitámoslo, da pereza. Decía Aaron Sorkin que nadie real, nadie con orejas y una hipoteca por pagar, habló jamás como el más torpe de sus personajes. A la realidad le falta guión, ritmo, brillo y, sobre todo, ese punta de velocidad (o heroísmo) que la convierte en materia narrativa. Beckett, éste más radical, sostuvo que el objeto que se hace invisible ante nuestros ojos (lo contrario de lo real) es por necesidad el mejor y el más brillante. Lo real, nos pongamos como nos pongamos, apesta.
'La chispa de la vida', la última película de Álex de la Iglesia, quiere ser una película sobre la realidad, la de hoy; un relato desangrado sobre todo lo que ahora mismo nos hace peores. Una película, en definitiva, de las de antes, con mensaje. ¿Y cuál es el mensaje? Exactamente el que están pensando: vivimos un tiempo en el que la gente mala, en cuanto tiene la menor ocasión, se exhibe en 'Sálvame' y, claro está, grita.
Sería exagerado, y hasta falso, decir que, uniendo el primer con el segundo párrafo, la película apeste. Pero, y esto sí, molesta; incomoda no por lo que dice, sino por la manera en la que lo dice: a gritos. El problema no es la inocencia de un planteamiento maniqueo, quizá antiguo y, en cualquier caso, tan pedagógicamente cargante que, la verdad, abruma. Lo que más desconcierta es el ruido, la voluntad explícita que luce la cinta de imponer el dichoso mensaje a codazos, a puñetazos en mesa de mármol.
Por alguna razón, Álex sorprende por primera vez en su siempre arriesgada carrera con su trabajo más conformista y adocenado. Sí, sobre el papel puede parecer lo contrario. Estamos delante, insiste la propia película, de la denuncia clara y vibrante de la sociedad en crisis que vivimos; una sociedad capaz de vender su propia dignidad hasta las heces. Y todo por las sobras de un banquete que toca a su fin. Además, está el grave asunto de la televisión basura. Qué asco, qué poca vergüenza.
El esquema es conocido. Como si de una nueva versión de 'El gran carnaval', de Billy Wilder, se tratara, un hombre se ve atrapado entre la vida y la muerte. En ese momento, ante la voracidad de los medios y la complicidad de todos, empieza el espectáculo. La realidad, que, ya lo hemos dicho, apesta cada vez más. Y 'La chispa de la vida' que está ahí, para demostrarlo.
Pues bien, nada de lo anterior ocurre. Y no ocurre porque, desde la posición menos comprometida y más cómoda, la película se limita a dejarse llevar por la complacencia de los discursos que suenan bien.
Jamás el espectador es incomodado; obligado a mirarse a sí mismo en la brutalidad malsana de lo que nos rodea.
Más bien al contrario, y contra todo pronóstico, la narración se limita a tranquilizar, a ofrecer una imagen de la realidad donde los malos son malísimos y perfectamente contaminados por el dinero, y los buenos, solemnemente buenos. Buenos de solemnidad. Impagable, por torpe, la escena del productor de televisión rodeado de pilinguis en cueros. Eso no se veía desde que Jesús Gil reinara en el imaginario colecivo. El resultado es una imagen de lo real, nuestro real, exactamente tan falsa como la del objeto denunciado. Por evidente, sin matices ni aristas. Suena duro y, en verdad, es deconcertante.
Si por algo se había distinguido hasta el momento la filmografía de De la Iglesia es por su fiel vocación por las esquinas, por buscar la sombra a lo evidente, por no creerse que la realidad sea simplemente lo que está ahí; por encontrar siempre la forma de sorprender al público. Por moderno. Pues bien, nada de ello ocurre aquí.
De repente, todo es exactamente como dicen en los peores manuales de educación para la ciudadanía. Si uno no se vende, si resiste, será pobre, pero honrado, afirma la moraleja. Y claro, eso duele. Duele sobre todo porque se dice con la voz casi ronca del misionero que se siente en la santa obligación de colocarse el primero de la fila.
De poco importa la magnífica interpretación de José Mota, éste sí a contracorriente, haciendo justo lo contrario de lo que se espera de él. Gusta su voluntad por denunciar al personaje que la televisión le ha asignado. Y por eso incomoda aún más que la película no siga el mismo curso. No basta gritar "dignidad" para parecer digno. Es más, suele ser muy poco digno ponerse digno para parecer digno. Los púlpitos y las sotanas, como la realidad sin más, estomagan un poco.
http://www.elmundo.es/elmundo/2012/01/13/cultura/1326451753.html
'La chispa de la vida', la última película de Álex de la Iglesia, quiere ser una película sobre la realidad, la de hoy; un relato desangrado sobre todo lo que ahora mismo nos hace peores. Una película, en definitiva, de las de antes, con mensaje. ¿Y cuál es el mensaje? Exactamente el que están pensando: vivimos un tiempo en el que la gente mala, en cuanto tiene la menor ocasión, se exhibe en 'Sálvame' y, claro está, grita.
Sería exagerado, y hasta falso, decir que, uniendo el primer con el segundo párrafo, la película apeste. Pero, y esto sí, molesta; incomoda no por lo que dice, sino por la manera en la que lo dice: a gritos. El problema no es la inocencia de un planteamiento maniqueo, quizá antiguo y, en cualquier caso, tan pedagógicamente cargante que, la verdad, abruma. Lo que más desconcierta es el ruido, la voluntad explícita que luce la cinta de imponer el dichoso mensaje a codazos, a puñetazos en mesa de mármol.
De repente, todo es exactamente como dicen en los peores manuales de educación para la ciudadanía
El esquema es conocido. Como si de una nueva versión de 'El gran carnaval', de Billy Wilder, se tratara, un hombre se ve atrapado entre la vida y la muerte. En ese momento, ante la voracidad de los medios y la complicidad de todos, empieza el espectáculo. La realidad, que, ya lo hemos dicho, apesta cada vez más. Y 'La chispa de la vida' que está ahí, para demostrarlo.
Pues bien, nada de lo anterior ocurre. Y no ocurre porque, desde la posición menos comprometida y más cómoda, la película se limita a dejarse llevar por la complacencia de los discursos que suenan bien.
Jamás el espectador es incomodado; obligado a mirarse a sí mismo en la brutalidad malsana de lo que nos rodea.
Más bien al contrario, y contra todo pronóstico, la narración se limita a tranquilizar, a ofrecer una imagen de la realidad donde los malos son malísimos y perfectamente contaminados por el dinero, y los buenos, solemnemente buenos. Buenos de solemnidad. Impagable, por torpe, la escena del productor de televisión rodeado de pilinguis en cueros. Eso no se veía desde que Jesús Gil reinara en el imaginario colecivo. El resultado es una imagen de lo real, nuestro real, exactamente tan falsa como la del objeto denunciado. Por evidente, sin matices ni aristas. Suena duro y, en verdad, es deconcertante.
Si por algo se había distinguido hasta el momento la filmografía de De la Iglesia es por su fiel vocación por las esquinas, por buscar la sombra a lo evidente, por no creerse que la realidad sea simplemente lo que está ahí; por encontrar siempre la forma de sorprender al público. Por moderno. Pues bien, nada de ello ocurre aquí.
De repente, todo es exactamente como dicen en los peores manuales de educación para la ciudadanía. Si uno no se vende, si resiste, será pobre, pero honrado, afirma la moraleja. Y claro, eso duele. Duele sobre todo porque se dice con la voz casi ronca del misionero que se siente en la santa obligación de colocarse el primero de la fila.
De poco importa la magnífica interpretación de José Mota, éste sí a contracorriente, haciendo justo lo contrario de lo que se espera de él. Gusta su voluntad por denunciar al personaje que la televisión le ha asignado. Y por eso incomoda aún más que la película no siga el mismo curso. No basta gritar "dignidad" para parecer digno. Es más, suele ser muy poco digno ponerse digno para parecer digno. Los púlpitos y las sotanas, como la realidad sin más, estomagan un poco.
http://www.elmundo.es/elmundo/2012/01/13/cultura/1326451753.html
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