LO que está ocurriendo desde hace años en la República Democrática del Congo es un perfecto ejemplo del puzle imposible que lo peor de la globalización ha traído consigo. Luchas étnicas, fuerzas armadas incomprensibles, fronteras inexistentes, antiguas potencias coloniales desaparecidas, nuevas potencias sin escrúpulos, riqueza inimaginable en el subsuelo, violencia sexual y una caprichosa geografía que rodea los Grandes Lagos; es decir, todos los ingredientes para el horror ante la pasividad de esta parte del mundo a la que pertenecemos, desde donde asistimos entre ignorantes y disimulados al infierno de la región de los Kivus.
Se trata de la comarca central del Oriente congoleño, a su vez fronteriza por el Este nada menos que con Uganda, Ruanda y Burundi. Un auténtico laboratorio de todos los desastres del mundo en tan solo un par de provincias. Si alguien se puede imaginar lo peor de lo peor del ser humano, que eche un vistazo a lo que acontece en el antiguo Congo belga.
Si analizamos por partes el conflicto debemos comenzar por el principio, o lo que es lo mismo, las minas de coltán. El mineral compuesto de columbita y tantalita es el elemento clave para la construcción de videoconsolas, teléfonos móviles y misiles de última generación. Curiosa coincidencia: el componente fundamental de la PSP de nuestros hijos y de las armas más sofisticadas de nuestros ejércitos proviene del mismo lugar del mundo. Se trata de un material superconductor que se encuentra por toneladas en el subsuelo de esa parte más oriental de la R. D. del Congo. Y aquí surge la primera sorpresa para los estudiosos del fenómeno, cuando se percibe que la explotación de los yacimientos de coltán está dirigida por industriales chinos e indios. De hecho, decenas de pequeñas avionetas parten a diario de las zonas mineras hacia países limítrofes desde donde posteriormente se envía a las plantas productoras. La organización, distribución y posterior comercialización del material se realiza por empresarios provenientes de China y de la India, donde se fabrican la mayoría de los mencionados productos industriales derivados del coltán. La extracción, obviamente, corre a cargo de los varones locales en jornadas laborales de auténtica explotación, insalubridad y carentes de derecho alguno.
El colmo del descontrol económico del tesoro lo escenifica el hecho de que la fronteriza Ruanda sea uno de los mayores exportadores mundiales del preciado material, cuando de su suelo no se extrae ni un solo kilo de este mineral.
En segundo término, y junto a las comarcas mineras, proliferan decenas de grupúsculos armados y ejércitos más o menos organizados que no sólo no contribuyen a aliviar el caos, sino que, al contrario, lo alimentan hasta límites de desastre histórico. Un breve repaso por las fuerzas más representativas pone los pelos de punta: Fuerzas Armadas de la República Democrática del Congo (FARDC), o lo que es lo mismo, el ejército regular del presidente Joseph Kabila, si no fuera porque apenas cobran regularmente sus salarios y porque saquean para subsistir en las zonas de despliegue como cualquier otra banda armada. Este ejército ha sido el gran proyecto pacificador de la comunidad internacional y a la vez uno de los más sonados fracasos.
A partir de ahí, el «collage» es imposible y a cada elemento más sangriento: las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda (FDLR), soldados hutus responsables del genocidio de mediados de los noventa que están bien vistos por el régimen congoleño porque, al fin y al cabo, debilitan a la Ruanda de donde provienen; las Fuerzas Nacionales para la Liberación de Burundi (FNL), también hutus extendidos por el Kivu Sur cuya obsesión es atacar a los tutsis congoleños (banyamulengues); el Consejo Nacional para la Defensa de los Pueblos (CNDP), ejército tutsi y disidente de las Fuerzas Armadas congoleñas, al mando del mítico y descontrolado general Nkunda cuyo soporte fundamental es el régimen ruandés y las Fuerzas Democráticas Aliadas de Uganda que luchan contra su propio gobierno pero en suelo congoleño.
A los anteriores hay que unir pequeñas organizaciones que operan a modo de bandas organizadas como el Frente de Resistencia Patriótica de Ituri, el Movimiento Revolucionario del Congo, los Interhamwe y los temibles Mai-Mai que comenzaron como grupos de autoprotección y se han diseminado en infinitos grupúsculos tribales al mando de sus respectivos señores de la guerra, que han terminado horrorizando a las ONG’s que aún aguantan en la zona.
Y falta el tercer elemento, una enorme y desconocida crisis humanitaria, que surge como consecuencia de los dos elementos anteriores: el coltán y las milicias. Y es que más de 700.000 personas suponen la impresionante masa de desplazados hacia ninguna parte en poco más de un año, lo que es, a su vez, un nefasto récord en la larga lista de desastres humanitarios.
Pero lo que más llama la atención, o debería hacerlo porque en verdad no provoca la más mínima reacción, es el empleo de la violencia sexual no como arma de guerra, sino ya como costumbre local sin más.
Según Médicos Sin Fronteras, la patología más habitual es la fístula grado 3 provocada en las mujeres y niñas violadas sistemáticamente durante días. Cuentan los voluntarios que en determinadas aldeas, donde ya no quedan hombres, los grupúsculos armados o las bandas organizadas vuelven una y otra vez, acampan durante días y se entretienen violando por orden a la misma mujer durante jornadas enteras. Así, en miles de casos contabilizados e irrecuperables por los daños causados en sus cuerpos. Como conclusión, se deduce que cerca del 80 por ciento de los casos de violencia sexual que se llevan a cabo en las distintas guerras del mundo se producen en el Congo.
El colmo de los colmos es el papel que determinados contingentes de cascos azules están desarrollando en territorio congoleño, cual es el caso de indios y pakistaníes. De hecho, esta misma semana conocimos la denuncia que desde Naciones Unidas se destapó contra un destacamento de soldados indios que bajo el mando de MONUC desató una oleada de crímenes sexuales en el Kivu Norte.
Esa es otra, porque con la que está cayendo en la región, ¿cómo se explica que más de la mitad de los cascos azules allí destacados sean asiáticos o uruguayos? Por cierto, nada en contra de estos suramericanos que rescataron en sus blindados al mismísimo embajador español, Miguel Fernández Palacios, cuando hace meses fue objetivo de un ataque con granadas contra las oficinas de la Embajada española en Kinshasha.
¿A partir de ahora, qué? ¿Continuaremos desde el mundo «rico» impasibles ante lo que allí está ocurriendo? ¿Cuál es el límite de aguante de la población centroafricana? ¿No estaremos disimulando a la vez que observamos con detenimiento cómo se desarrollan los acontecimientos en el mejor laboratorio del horror imaginable en el siglo XXI? ¿Podrá hacer frente el presidente Kabila a sus disidentes?
No se trata de ser pesimista, sino realista, aunque en este caso, y una vez más, sea lo mismo. El futuro de la región de los Grandes Lagos y del Oriente de la R. D. del Congo es terrorífico porque lo peor, más allá del propio horror, es que desde aquí lo ignoramos mientras lo usamos como laboratorio de pruebas.
Si alguien tiene alguna duda, que contacte con cualquiera de los legionarios españoles que durante el período electoral sirvieron en la capital del país, en una misión arriesgadísima y difícil que, muy a su pesar, pasó sin pena ni gloria; o con nuestras monjas, misioneros y voluntarios que, sin que nadie lo sepa, se dejan lo mejor de su vida allí mismo.
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